Quería una familia

Él quería una familia

En la vida, no solo a las mujeres les va mal en el ámbito familiar, sino también a los hombres. Javier es uno de ellos. Se pregunta constantemente: ¿qué tiene de malo?

—Tengo treinta y ocho años y nunca he sido feliz, aunque me he casado dos veces. Bueno, legalmente solo una; la segunda vez viví sin papeles. Y tampoco salió bien. ¿Dónde está mi dicha? ¿Por qué me esquiva? ¿Por qué no encuentro a las mujeres adecuadas o busco en los lugares equivocados?

Javier es pura bondad. Quiere ayudar a todos, protegerlos de lo malo. Hasta sus conocidos le dicen:

—Javi, deberías ser un hado bueno. No hay bondad suficiente para todos, no puedes compadecerte de todo el mundo.

Pero así es él. Vive con sus padres en un pueblo, en una casa grande con huerto y animales. Es habilidoso: sabe soldar, conducir, armar muebles, reparar una lavadora y hasta entiende de electricidad. Por eso, en el pueblo todos lo buscan. Además, trabaja en turnos rotativos fuera y gana bien. Pero cuando vuelve a casa a descansar, los vecinos caen sobre él: uno necesita esto, otro lo otro.

—Hijo, ¿por qué eres tan incapaz de decir que no? —se queja su madre—. Vienes a descansar del trabajo y terminas trabajando otra vez. Allá te desvives y aquí no paras.

—Mamá, la gente también necesita ayuda.

—Hijo, la gente es astuta. Les haces todo gratis, no cobras a los vecinos. Y ellos lo saben, por eso no contratan a nadie más.

—Bah, no pasa nada —responde él, siempre igual.

A los veintidós años, Javier se casó con Lola. Ella era dos años menor, bonita y muy vivaracha. A su madre no le caía bien.

—Para esposa hay que buscar una mujer modesta y tranquila, no como esta Lola. Con veinte años ya ha visto demasiado, y tú la conociste hace un mes y ya te casaste. ¿Quién te empujó al registro civil tan rápido? —refunfuñaba.

—Mamá, para ti nada está bien. Haga lo que haga, nunca es correcto. ¿Qué te molesta de Lola? Sí, es enérgica. Pero yo necesito una esposa así, porque yo no lo soy. Hay hombres listos y emprendedores, ¿y yo qué soy?

—Vale, me callo —dijo su madre—, pero luego no me vengas con quejas. Y ahora, da igual lo que te diga, no vas a cambiar. Podrías haberte fijado en nuestra vecina, Elena. Es modesta, hacendosa, se queda en casa por las noches, nadie habla mal de ella.

Vivían en casa de sus padres, aunque Javier tenía entrada independiente por el otro lado, así que su suegra a veces ni la veía. Él y su padre se encargaban del ganado y la huerta. Su madre solo ordeñaba la vaca.

En cuanto él se iba de turno, su esposa empezaba una vida alegre. Se las apañaba: si veía que las luces de sus suegros se apagaban, sabía que ya dormían. Se vestía en silencio y salía por la puerta trasera. No usaba la verja del patio, porque su suegra podía verla desde la ventana. Salía por la huerta. Iba al bar del pueblo a bailar, y a veces algún chico local, o incluso de otro pueblo, la acompañaba a casa.

Una noche, su suegra se sintió mal y el padre de Javier fue a buscar a su nuera. Él no estaba. La puerta estaba abierta, era de noche, y Lola no aparecía por ninguna parte. Se quedó confundido.

—¿Dónde estará esta Lola? Su marido no está y ella tampoco —pensó, y fue a casa de la vecina.

Isabel, la madre de Elena, corrió a ayudar. La suegra sufría un dolor de cabeza insoportable, apenas podía abrir los ojos. Por suerte, Isabel llevaba un tensiómetro: la presión estaba alta. Le dio pastillas y la obligó a tomarlas.

Por la mañana, el suegro fue a ver a Lola, que, como si nada, acababa de levantarse.

—¿Dónde andabas anoche? Te las apañas bien: si no te vigilamos cuando tu hombre está fuera, te crees con derecho a salir de juerga.

—Estaba durmiendo —mintió Lola, sin saber que su suegro había ido a buscarla a la una de la madrugada y no estaba.

—No me mientas. Fui a la una…

—¿Y qué querías de mí a esa hora, viejo? Cuando vuelva Javi, se lo contaré todo —intentó zafarse.

—Tu suegra estaba mala, pensé que podrías ayudar. Ir a buscar al médico de cabecera. Al final, tuve que ir a por Isabel.

—Vale, no te calientes. Fui a ver a mi madre, también estaba enferma. Estuve con ella hasta las tres —mintió la nuera. El suegro dudó: quizá tenía razón.

No le dijeron nada a Javier, pero una vez volvió del trabajo una semana antes. Llegó tarde, en la estación se encontró con Miguel, un vecino que también regresaba de algún sitio. No había transporte, así que caminaron los tres kilómetros por el camino de tierra entre los árboles. Solo habría dado miedo, pero Miguel llevaba linterna, y juntos era más llevadero. Mejor que esperar en la estación hasta el amanecer. Era otoño y no llovía.

Javier llamó a la ventana, como siempre hacía al volver. Era su dormitorio, donde Lola debía estar. Pero tardó en abrir, y luego oyó ruidos; incluso le pareció que la ventana de la cocina se abría. Se acercó y vio a un hombre asomarse.

Se quedó helado. Lola, al darse cuenta de que la había pillado, abrió la puerta y dejó salir al intruso, que, cabizbajo, pasó junto a Javier y desapareció.

—¿Quién era? —preguntó él, serio.

—Nadie. ¿Qué más da? Un tío, y punto.

—No sabía que eras tan… ligera. El marido fuera, la mujer de fiesta…

Al día siguiente, Lola se fue a casa de su madre con sus cosas. Poco después, Javier pidió el divorcio.

—¿Ves, hijo? Ahora entiendes por qué te dije lo de Lola. Tú no me creíste, y mira.

—Bueno, madre, agua pasada —fue lo único que dijo.

Un tiempo después, Lola se acercó a él:

—¿Aborto o lo tengo? Es tuyo.

—Si es mío, tenlo. Te ayudaré.

Y lleva nueve años pagando la pensión, comprando ropa al niño. Si algo hace falta, Lola acude corriendo.

—Juanito ha roto la chaqueta, necesita una nueva. Los zapatos están rotos, hay que comprar otros. —Y siempre algo.

Javier siempre compra o da dinero. Su madre se queja:

—Eres un bobo. Ni siquiera sabes si Juanito es tuyo. La gente dice que no se parece en nada a ti.

—Que hablen. Lola dijo que es mío. Por eso no lo abandonaré, lo ayudaré.

Tras echar a Lola, conoció a Ana, de un pueblo cercano, que criaba sola a una niña pequeña. Mientras ayudaba a Lola, también criaba a la hija de Ana. No se casaron, vivieron así. A ella le iba bien. Javier seguía con su trabajo rotativo, ganaba decentemente. Vivían en su casa. Ana y sus padres se llevaban bien. Su madre la elogiaba:

—Ana es estupenda, ayuda en casa. Da heno a la vaca, hasta la ordeña. No tengo nada malo que decir —respondía a las mujeres cerca del bar, cuando preguntaban.

Vivieron juntos unos diez años, hasta que un día Ana le dijo:

—Mi madre está enferma. Iré con mi hija a nuestro pueblo, a cuidarla.

—¿

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