Quería pedirle matrimonio… pero ella se fue después de ocho años, como si yo no existiera.
Hola. Sé que en estas historias suele hablarse desde el dolor de las mujeres, pero hoy soy yo quien escribe. Porque perdí no solo un amor, sino una parte de mí. Me llamo Alejandro, tengo veintiocho años, soy de Sevilla, y aún no termino de entender lo que pasó.
Lucía y yo estuvimos juntos ocho años. Toda una vida, visto ahora. Nos conocimos en la universidad, con veinte años. Nos mudamos juntos, nos apoyamos en los malos momentos, ahorramos para viajes, elegimos muebles para nuestro piso, lloramos la muerte de mi abuela y nos reímos con películas antiguas. Creía que lo nuestro no era solo amor, sino algo sólido, de adultos. Un verdadero equipo. Me equivoqué.
Hace un mes, decidimos tomarnos un tiempo. Según ella, para ver si podíamos vivir el uno sin el otro. En ese momento, me pareció lógico. No había peleas, ni resentimientos. Solo que, en sus palabras, “algo dentro de mí ha cambiado” y “ya no estoy segura de lo que siento”.
Acepté. Qué tonto. Pensé: “Una semana, dos… y todo volverá a la normalidad”. Pero desde el primer día lo pasé mal. No podía dormir en nuestra cama sin ella, ni entrar en la cocina donde tomábamos el café, ni pasar por la tienda donde compraba su turrón favorito. Entendí que no, no podía estar sin Lucía.
Empecé a escribirle. Llamarla. Le envié flores con una nota: “Perdona si te fallé. Vuelve. Sin ti, nada tiene sentido”. La invité a cenar; dijo que no. Seguí mandándole mensajes: “Buenos días, ¿cómo estás?” o “Te echo de menos…”. Sus respuestas eran frías, corteses. Nada más. Cada día la sentía más lejos.
Al final, pregunté directamente: “¿Ya no quieres estar conmigo?”. Ella contestó: “Necesito espacio”. Lo respeté. No se puede obligar a nadie a amar. Me alejé… pero mi corazón no. Seguí esperando. Porque tenía planes. Este verano iba a pedirle que se casara conmigo. Tenía el anillo, incluso el lugar: ese puente donde nos dimos nuestro primer beso. Soñaba con arrodillarme y preguntarle: “¿Quieres ser mi esposa?”, imaginando su sonrisa y su “sí” entre lágrimas.
En vez de eso, recibí un mensaje. Frío, distante: “Lo siento, pero esto no tiene futuro. Por favor, no me escribas más”.
Fue como si el suelo desapareciera bajo mis pies. Me quedé en la cocina, mirando mi taza vacía, sin poder respirar. Ocho años juntos. Conocía sus gestos, su aroma, su voz dormida. La amé hasta el temblor, hasta la devoción. Y de pronto… como si me borraran. Sin explicaciones. Sin motivo.
No sé si hay alguien más. Que yo sepa, no. No hubo peleas, ni traiciones. Éramos un equipo. Creí que íbamos en la misma dirección. Pero, al final, yo corría hacia adelante mientras ella ya había girado hacia atrás.
Ahora estoy en este piso vacío, donde todo me habla de ella: su taza con el asa rota, su libro en la mesilla, su pinza en el borde del lavabo. Intento seguir, pero no puedo. Leo sobre rupturas, consejos de psicólogos… Nada ayuda.
Solo quiero entender: ¿por qué? ¿Cómo se tiran ocho años a la basura? ¿Cómo se deja de amar? ¿O solo fui cómodo, como una camiseta vieja, suave y conocida, pero ya sin gracia?
Duele. No sé qué hacer. Todos dicen: “el tiempo lo cura”, pero ahora solo rasga. Cada día es lija sobre la herida.
Escribo esto porque no aguanto más el silencio. Quizá alguien lo lea y se vea reflejado. O entienda el dolor de que te dejen, no a los tres meses, sino después de casi una década. Y si estás así ahora, recuerda: no estás solo. Hay más como nosotros. Los que amaron de verdad. Los que soñaron. Los que creyeron… y no fueron elegidos.
Me llamo Alejandro. Y solo intenté amar.
La lección: a veces, el amor no es suficiente. Y duele, pero hay que seguir. Porque nadie merece ser un recuerdo olvidado en una taza vacía.