**Quería lo mejor**
¡Sí, ya sé que no estáis obligados! Pero es vuestra propia sangre! ¿De verdad vais a dejar al niño sin ropa de abrigo en invierno? Javier, ¿es esto lo que te enseñé de pequeño? insistía la suegra.
El teléfono estaba sobre la mesa. Tras un par de peleas familiares, Javier había aprendido la lección: cuando su madre llamaba, mejor poner el altavoz y hablar con Lucía Serrano juntos. Si no, ella los destrozaría uno por uno.
Lucía Serrano, no es que nos neguemos a ayudar replicó Marta. Pero si os resulta tan difícil cuidar de Adrián, dejadlo con nosotros. Ana no tiene problema, ya he hablado con ella.
La suegra guardó silencio unos segundos. Calculando, sin duda, qué le convenía más: librarse de responsabilidades no deseadas o mantener el control sobre su hija. Al final, ganó la segunda opción.
¡Ni siquiera sabéis en qué os estáis metiendo! respondió Lucía con desdén. Vosotros nunca habéis tenido ni un hijo ni un gato. ¿Quién va a cuidarlo si trabajáis todo el día? ¿O creéis que los niños crecen solos como malas hierbas? Un niño necesita atención, cariño, calor humano.
Lo entiendo dijo Marta con calma. Pero si hace falta, nos las arreglaríamos. Yo dejaría mi trabajo. Imagina que me voy de baja maternal en lugar de Ana.
Ajá, ¿y de qué vais a vivir, ricachones?
Vos misma decís que mi sueldo es una miseria. Seguro que podríamos apañarnos sin esas migajas.
La suegra se calló. Javier suspiró, cansado: Marta era nueva en la familia, pero a él ya le revolvía el estómago tanta presión.
Vale, ya veo. Me estáis poniendo un ultimátum refunfuñó Lucía al fin. Adelante, jóvenes e insensatos. No tenéis ni idea de lo que os espera. Yo solo intento ayudar, cargar con todo el peso. Pero seguid empeñados en vuestras tonterías. Y mientras tanto, el niño pasa frío y se enferma por vuestra culpa.
Colgó sin más. Marta se sentó junto a Javier, lo abrazó y recordó cómo empezó todo.
…Al principio, Lucía Serrano parecía una mujer amable, acogedora, aunque de carácter fuerte. Recibía a Marta en su casa con una sonrisa, aunque aún no era su nuera. Preparaba mesas repletas de manjares y, cuando se iban, los cargaba con bolsas de comida.
Pronto, Lucía se convirtió en una presencia constante en la vida de Marta. Llamaba cada día, preguntaba si todo iba bien, si Javier la trataba bien, la invitaba a visitarla. Incluso ayudó a ingresar a la madre de Marta en el hospital, hablando con médicos conocidos para que la atendieran como a una reina. Marta le estaba eternamente agradecida.
Pero también notaba algo más. Si no contestaba al teléfono o cortaba la llamada por prisas, su futura suegra se transformaba. Pasaba semanas sin llamar, hablaba con superioridad y esperaba disculpas.
Ya veo, sois tan importantes que ya no me necesitáis decía Lucía, ofendida.
Marta se reía, intentaba quitarle hierro, pero sentía que aquel “cariño” era pegajoso, asfixiante.
Lucía no solo tenía un hijo, también una hija, Ana. La cuñada también le daba sensaciones encontradas. Ana casi nunca sonreía, se sobresaltaba con los ruidos, siempre intentaba refugiarse en su habitación. Marta lo atribuía a la edad. Ana solo tenía dieciséis. Quizá se aburría entre gente mayor.
¿Qué le gusta a Ana? preguntó Marta a Lucía antes de Navidad. No sé qué regalarle.
Nada respondió Lucía, irritada. Se pasa el día con el móvil. Nada le gusta, todo le pesa. No quiere nada de la vida. Una vaga…
Ahí Marta supo que algo andaba mal entre madre e hija. Su propia madre jamás hablaría así de ella. Siempre decía cosas bonitas y sabía perfectamente qué le gustaba.
Con el tiempo, Marta confirmó que Lucía menospreciaba a Ana. Podía sonreírle a su nuera y, al instante, regañar a su hija por no fregar bien los platos. Las amistades equivocadas, la forma de caminar, la música que escuchaba… Y eso era solo lo que Marta veía.
No extrañó que, a los dieciocho, Ana se casara apresuradamente. No por amor, sino por huir.
¡Menuda tonta! se quejó Lucía. Se ha liado con un don nadie. Cree que la felicidad está lejos. ¡La dejará en un mes!
Como Ana escapó, Lucía volcó su atención en Marta y Javier. Si antes le parecía excéntrica pero tolerable, ahora no sabían dónde esconderse. Consejos no pedidos, visitas sorpresa, preguntas sobre “cuándo los nietos”… El paquete completo.
Marta, deberías dejar esa tienda. Te pagan una miseria dijo Lucía un día. Yo podría colocarte por contactos. Mejor sueldo, mejor horario.
Marta ya sabía: si aceptaba, estaría en deuda eterna. Y, por supuesto, sería una desagradecida, porque Lucía exigiría sumisión. Y, si se terciaba, igual que consiguió el trabajo, podría quitárselo.
No, gracias, me gusta mi sitio. Además, mis compañeras son geniales respondió Marta.
Lucía frunció el ceño, cruzó los brazos, miró hacia la ventana.
Bueno, como quieras masculló. Solo quiero lo mejor, que no viváis al día. Pero si no te interesa progresar, allá tú.
Sobre Ana, Lucía casi acertó. El matrimonio duró no un mes, sino año y medio. Y en ese tiempo, Ana tuvo un hijo.
Aunque no eran cercanas, un día Ana estalló. Primero pidió consejos sobre matrimonio, luego rompió a llorar.
Casi nunca viene a casa confesó. Dice que se queda con amigos, pero no soy tonta… Ya le he pillado mintiendo. No sé dónde duerme, pero no es con amigos. Y eso es solo el principio. Hasta ha levantado la mano contra mí.
Ana, esto es grave… Deberías irte. Aquí ya no hay consejo que valga.
¿Adónde? ¿A casa de mi madre? No, gracias, prefiero aguantar. Cualquier cosa menos volver con ella.
Eso lo decía todo. Ana prefería soportar infidelidades y miedo antes que regresar con Lucía. “Allí debe ser peor”, pensó Marta.
Pero pronto el marido de Ana pidió el divorcio. Dijo que no estaba preparado para la familia. En realidad, encontró a otra.
El niño se quedó. Ana volvió con Lucía. Y entonces empezó el infierno. Lucía la llamaba inútil, mala madre, le reprochaba no tener estudios, le auguraba miseria. Pero al menos cuidaba al nieto mientras Ana trabajaba y la ayudaba económicamente.
Hasta que Ana se cansó. Un día, empacó sus cosas y se fue, dejando al niño.
Me llevaría a Adrián, pero ¿a dónde? le confesó después a Marta. Estoy viviendo con una amiga. Necesito estabilizarme. Y quizá ir al psicólogo… Porque a veces mi madre me sacaba de quicio, estaba al borde. Adrián no tiene culpa, pero si llora y yo estoy al límite… Necesito tiempo.
Mientras Ana se recomponía, Lucía se centró en Javier y Marta. Se quejaba de su hija y exigía ayuda con el niño. Decía que el dinero ya no le alcanzaba y que su salud flaqueaba.
Marta veía claro que Adrián no tendría futuro ahí. Ana aún sufría las secuelas del






