Quería hacerlo de la mejor manera

**Quería hacerlo bien**

—¡Carmen López, se lo digo por última vez! —gritaba Pilar Martín, agitando las manos frente a la puerta de su vecina—. ¡O retira toda esa basura del rellano o yo misma la llevaré al contenedor! ¿Qué clase de desorden es este? ¡Un carrito oxidado, cajas viejas y ahora encima una bicicleta!

—Pilar, ¡por favor, cálmate! —respondió Carmen, asomándose—. El carrito es para mi nieta, que va a usarlo en la finca. ¡Y la bici es de Javier, que le gusta hacer deporte!

—¿Qué Javier? ¡Si tu nieto ya tiene treinta años! ¿Cuándo fue la última vez que la usó?

—¿A ti qué más te da? ¡No molestamos a nadie!

—¿Que no molestan? ¡Ayer tropecé con esa bicicleta y casi me caigo! ¡Todavía me duele la pierna!

Carmen suspiró y cerró la puerta. Sabía que Pilar no iba a dejar el tema. Era de esas personas que creen que su deber es vigilar el orden en todo el edificio, decirle a los demás cómo vivir y entrometerse en lo ajeno.

Todo empezó seis meses atrás, cuando Carmen se mudó a la ciudad para estar cerca de su hija. El piso era herencia de su suegra, pequeño pero acogedor. Su hija Ana insistió en que vendiera la casa del pueblo y se instalara allí.

—Mamá, ¿qué haces tú sola ahí? —le decía—. El supermercado está lejos, el médico también… Aquí tienes de todo cerca, y yo puedo verte más.

Carmen se resistió mucho tiempo. Aquella casa era su nido, donde había vivido con su marido casi cuarenta años. Cada rincón guardaba un recuerdo. Pero la salud ya no era la misma y al final aceptó.

La mudanza fue un lío. ¡Tantas cosas acumuladas durante años! Carmen no podía deshacerse de lo que aún le parecía útil: el carrito donde llevó a todos sus nietos, las estanterías que su marido hizo con sus manos, las fotos enmarcadas…

—Mamá, ¿a dónde vas a meter todo eso? —se quejaba Ana—. ¡El piso es diminuto!

—Ya encontraré sitio —respondía testaruda—. ¡Son recuerdos!

Al final, parte quedó en el rellano. Temporalmente, claro. Siempre pensó en ordenarlo, en regalar algunas cosas, tirar otras… pero nunca encontraba el momento.

Pilar Martín no tardó en mostrar su disgusto. Primero con indirectas, después de frente.

—Carmen, ¿hasta cuándo va a estar este museo aquí? —preguntaba señalando el carrito.

—Enseguida lo organizo —respondía Carmen—, es que no tengo tiempo.

—Todos tenemos el mismo tiempo —replicaba Pilar, seca.

Carmen odiaba los conflictos. Siempre había vivido en paz, sin peleas con los vecinos. En el pueblo todos se conocían, se ayudaban, se visitaban. Aquí era distinto. La gente vivía como tras muros de piedra: se saludaban en las escaleras y nada más.

—Mira, Pilar —intentó negociar—, ¿y si no nos enfadamos? Te prometo que lo ordenaré pronto. Es que mi hija iba a ayudarme, pero está muy liada con el trabajo.

—¿Cuánto más hay que esperar? —insistió Pilar—. ¡Ya han pasado seis meses!

—Seis no, cuatro —corrigió Carmen.

—¡Da igual! ¡Yo quería hacerlo bien, pero usted no entiende!

En ese momento, la puerta del piso de al lado se abrió y asomó la cabeza canosa de Luisa Fernández.

—Niñas, ¿qué pasa? —preguntó en voz baja.

—Luisa, mira —se quejó Pilar—, Carmen ha llenado el rellano de trastos y no quiere limpiar.

—¡No he dicho que no quiera! —protestó Carmen—. ¡He dicho que lo haré!

—¿Cuándo? —presionó Pilar.

—¡Pero si no molesta a nadie! —estalló Carmen.

—¡A mí sí! —gritó Pilar—. ¡Y no solo a mí! Luisa, dime, ¿está bien tener el rellano convertido en un vertedero?

Luisa miró incómoda a ambas.

—No sé —musitó—, a mí no me molesta…

—¿Lo ves? —se animó Carmen—. ¡Luisa es razonable!

—¡Luisa tiene miedo de decir la verdad! —replicó Pilar—. ¡Yo sí la digo!

—Por favor —rogó Luisa—, no se peleen. Somos vecinas…

—Tienes razón —aceptó Carmen—. Pilar, te prometo que para el fin de semana estará todo recogido. ¿Vale?

—¿Para el fin de semana? —repitió Pilar—. ¿Qué día es hoy?

—Martes.

—Pues tienes cuatro días. Si el domingo queda algo aquí, yo misma lo tiraré.

—¿Cómo te atreves? —se indignó Carmen—. ¡Son mis cosas!

—¡Y el rellano es de todos! —cortó Pilar, cerrando la puerta de golpe.

Luisa miró a Carmen con pena.

—No le hagas caso —susurró—. Pilar siempre ha sido así, muy directa. Desde joven discutía con los vecinos.

—Lo sé —suspiró Carmen—. Pero se puede hablar con educación. No he dejado esas cosas a propósito, es que no tengo sitio.

—¿Y en el piso no cabe nada?

—Algo sí, pero poco. Pensé en ir poco a poco, tirar algunas cosas, dar otras a mis nietos… La bici, por ejemplo, mi nieto Javier me pidió que no la tirara. Dice que la arreglará.

—¿Viene mucho?

—Una vez al mes, si acaso. Trabaja mucho, no tiene tiempo.

—¿Y tu hija?

—¿Ana? También está muy ocupada. Prometió ayudarme, pero siempre lo pospone.

Luisa guardó silencio un momento.

—Oye —dijo al fin—, ¿qué tal si te ayudo yo? Total, estoy jubilada, mis nietos ya son mayores…

—¡Luisa, no quiero molestarte! —se apresuró Carmen.

—¡Qué va! Entre las dos será más rápido. Mañana por la mañana empezamos, ¿vale?

A Carmen le brillaron los ojos de gratitud. ¡Eso sí era bondad humana! No como Pilar, con sus exigencias.

Al día siguiente, Luisa llegó temprano y comenzaron a ordenar. El carrito lo llevarían a la finca de una amiga de Ana, que acababa de ser abuela. Los libros viejos los donarían a la biblioteca.

—¿Y la bici? —preguntó Luisa.

—No sé —reconoció Carmen—. Javier no quiere que la tire, pero no sé cuándo vendrá por ella.

—¿Y si la bajamos al trastero? Yo tengo cajas ahí, hay espacio.

—Pero está oxidada…

—La envolveremos en una manta. Lo importante es que Pilar se calme.

Trabajaron casi todo el día. Al anochecer, el rellano estaba casi vacío. Solo quedaban dos cajas con ropa de invierno que guardarían al día siguiente.

—Bueno —dijo Luisa, secándose el sudor—, ¡esto ya es otra cosa!

—Muchísimas gracias —agradeció Carmen—. No sé qué habría hecho sin ti.

—No es nada. Mañana lo terminamos y listo.

Esa noche llegó Ana, vio el rellano casi vacío y se sorprendió.

—Mamá, ¿lo has recogido todo sola?

—Me ayudó Luisa, la vecina del primero. Es muy amable.

—¿Y Pilar? ¿Ya no protesta?

—No la he visto. Espero que cuando retiremos las últimas cajas se tranquilice.

Pero al día siguiente, Pilar salió temprano, vio las cajas y estalló de nuevo.

—¡Carmen López! —gritó—Al ver las cajas, Pilar abrió la boca para protestar, pero al recordar la caída de Luisa, respiró hondo y en lugar de gritar, extendió la mano para ayudar a Carmen a llevarlas dentro, mientras el sol de la mañana iluminaba el comienzo de una nueva amistad.

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Quería hacerlo de la mejor manera