Ya anochecía tras la ventana y aún no volvía mamá. Luz, haciendo girando las ruedas de su silla, se acercó a la mesa, cogió el móvil y marcó su número.
«El teléfono del abonado está apagado o fuera de cobertura», resonó una voz robótica.
La niña miró perpleja el aparato y, recordando que tenía poco saldo, lo apagó.
Mamá había ido al supermercado y no regresaba. Nunca ocurría; jamás se ausentaba tanto, pues Luz tenía una discapacidad desde pequeña y no podía caminar. Solo contaban la una con la otra.
Con siete años, Luz no temía quedarse sola, pero su madre siempre avisaba cuándo volvería. «Hoy fue a ese súper lejano donde los precios son más bajos. Aunque lo llamen “lejano”, está a tiro de piedra: una horita ida y vuelta», pensó mirando el reloj. «Ya llevan cuatro horas… Y encima, ¡tengo un hambre de lobo!».
Se dirigió a la cocina, calentó agua, sacó una croqueta del frigo. Comió, bebió té y esperó.
Sin noticias. Agarró otra vez el móvil: misma voz automatizada.
Se trasladó a la cama, ocultó el teléfono bajo la almohada y dejó la luz encendida. Qué miedo sin mamá.
Al fin se durmió.
***
Despertó con el sol asomando por la ventana. La cama de mamá, vacía.
«¡Mamá!», gritó hacia el recibidor.
Silencio. Llamó de nuevo: misma respuesta metálica.
Asustada, rompió a llorar.
***
Constantino volvía de la panadería. Cada ma
Yulia entró en el colegio mirando atrás para ver a su padre echándole un beso, a su madre limpiándose una lágrima de orgullo, y a su abuela santiguándose como si asistiera a un milagro.