Quedarse es ser

Había una vez, en un barrio modesto de Toledo, un hombre llamado Francisco Jiménez. Cada mañana, puntual como el reloj de la catedral, salía de su piso de los años setenta a las siete y cuarenta. No era que tuviera prisa—la jubilación lo había liberado de horarios, sus hijos vivían lejos, en Barcelona y Sevilla—pero su cuerpo recordaba el ritual. La puerta del portal crujía igual que siempre, la brisa fresca se colaba bajo su gabardín incluso en primavera, y sus pies reconocían cada grieta de la acera.

Pasaba junto al quiosco donde ya no le ofrecían café—los dueños sabían que llevaba su termo de metal, lleno hasta el borde. Un gesto de cabeza bastaba: «Todo sigue igual». La plaza, el banco de piedra frente a la farmacia, los peldaños de correos… hasta los perros callejeros habían dejado de ladrarle. Era de los suyos.

Su destino siempre era el mismo: el último banco de madera, junto al olmo centenario. Estaba torcido, con la superficie gastada por los años y una tabla astillada en el centro. Mucho tiempo atrás, cuando trabajaba en mantenimiento, él mismo lo había clavado allí—arreglando farolas, poniendo placas, riendo con los compañeros en el descanso. Entonces creía que barrios como aquel se sostenían en hombres como él. El banco, como los tornillos oxidados que lo fijaban, seguía en pie. Testarudo.

Se sentaba, servía té negro en la tapa del termo, desplegaba un periódico viejo sobre sus rodillas—no para leerlo, sino para sentir su peso familiar. Observaba a la gente pasar: niños camino al colegio, oficinistas, mujeres con bolsas de la compra. Las caras cambiaban, las modas también, pero él permanecía. Como un ancla en medio del tiempo.

Algunos se sentaban un rato: la vecina del tercero, siempre rezongando; el chaval que llegaba tarde al instituto; una muchacha con auriculares; un hombre que paseaba a su pastor alemán. Se iban. Francisco se quedaba. Como si fuera parte del banco—su eco, su respiración.

Una tarde, una mujer con una cámara colgada al cuello se acercó. Dudó un instante antes de preguntar:
—Disculpe… ¿puedo hacerle una foto?
Él arqueó las cejas.
—¿A mí? ¿No se confunde?
—No. Es para un proyecto—explicó ella—. Sobre los que se quedan. Los que son parte de los sitios. Usted… parece hecho de esta calle.

Esbozó una sonrisa, apartó el periódico.
—Tómela, si insiste. Pero ponga que no estoy dormido—bromeó—. Que no parezca otro abuelo en un parque.
—Diré que es un guardián del tiempo—respondió ella, riendo.
—Y que salga con luz—añadió él—. Nada de tristezas.

La foto se publicó en un periódico local. Cientos de comentarios: *«Siempre está ahí»*, *«Sin él, la plaza no sería la misma»*. Francisco los leyó, callado, con una sonrisa. Siguió yendo. Con su té, su periódico. A veces captaba miradas—reconocimiento silencioso.

Llegó el día en que vinieron a cambiar el banco. Uno nuevo, de metal gris, frío al tacto. Un obrero le preguntó:
—¿Le da pena?
Francisco asintió, pero no miró el banco—miró la sombra que ya no estaba.
—Sí. Pero no solo por mí.

Esperó a que anocheciera. Volvió con una lata de pintura marrón y un pincel. En silencio, dibujó una grieta fina—justo donde estaba la original. Como un recuerdo. Un guiño.

Al día siguiente, tomó asiento. El banco nuevo crujió levemente, como si cediera.

Siguió yendo. Mismo lugar, misma hora. Solo el banco era distinto. Pero el té seguía siendo fuerte, con ese deje metálico. El periódico, igual. La gente también—solo un poco más vieja. Algunos saludaban. Un niño señaló:
—Mira, mamá. ¡Es el señor de la foto! ¡Existe de verdad!

A veces, para quedarse, no hace falta moverse. Ni hablar. Basta con estar. Mucho tiempo. Con el alma puesta en un rincón. Hasta que alguien, al pasar, piense: *«Qué suerte que siga aquí»*. Y sonría, muy bajito, para no romper el hechizo.

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