Quedarse es existir

Cada mañana, don Antonio salía de su piso de los años 60 en un barrio dormitorio de Toledo exactamente a las 07:45. No porque tuviera prisa —la jubilación, los hijos ya mayores y lejos—, sino porque su cuerpo recordaba ese momento: el chirrido del portal, el crujir de la gravilla bajo los pies, ese frío que se aferraba al abrigo incluso en primavera.

Pasaba junto al quiosco donde ya ni le ofrecían café —los dueños sabían que él llevaba siempre su termo—. Asentía con un gesto cortés, como diciendo: “Todo bien. Todo igual”. El parque, los bancos, la farmacia, la oficina de correos… todos reconocían su paso. Hasta los perros callejeros dejaban de ladrar: sabían que era de los suyos.

Su destino era siempre el último banco de madera bajo un viejo álamo. Torcido, brillante de tanto uso, con una tabla medio desperfecta en el centro. Él mismo lo había colocado hacía décadas, cuando trabajaba en mantenimiento: ponía placas, arreglaba azoteas, cambiaba bombillas y reía con los compañeros en el descanso. Entonces parecía que el barrio se sostenía por gente como él. Y allí seguía el banco, oxidado pero terco.

Se sentaba, servía un té fuerte en la tapa del termo, desplegaba sobre las rodillas un periódico que no leía, solo sostenía, como algo inmutable. Observaba a la gente pasar: niños al cole, adultos al trabajo, otros a sus quehaceres. Cambiaban las chaquetas, los zapatos, las caras, pero él permanecía. Como un ancla en mitad del tiempo.

A veces alguien se sentaba a su lado: una vecina del tercero, un estudiante apurado, un chico con un pastor alemán, una chica con su termo, un adolescente con auriculares. Estaban unos minutos y seguían su camino. Don Antonio se quedaba. Como si fuera parte del banco —su eco, su voz, su aliento.

Un día se acercó una mujer de unos cuarenta, con gabardina y una cámara al cuello. Dudó un instante antes de preguntar:

—Disculpe, ¿puedo hacerle una foto?

Él arqueó las cejas:

—¿A mí? ¿No se confunde?

—No. Es para un proyecto. Sobre quienes no se fueron. Sobre quienes se quedan. Usted… es como parte de la ciudad. Al verle, uno sabe que no todo ha desaparecido. Que aún queda alguien real.

Soltó una risita, dejó el periódico a un lado.

—Pues dispara, ya que insistes. Pero pon que no estoy dormido, que luego creerán que soy un abuelo echando la siesta.

—Escribiré que es el guardián del tiempo —sonrió ella.

—Y nada de caras tristes. Con luz. Que no parezca un réquiem.

A la semana, su foto apareció en un grupo local. Cientos de comentarios: “Siempre lo veo por las mañanas”, “Es como un monumento viviente”, “Sin él, la plaza no sería igual”. Don Antonio los leyó en silencio, sonriendo. Y siguió sentado. Tomando su té, con el periódico en las manos. A veces captaba esa mirada en los transeúntes —atenta, agradecida.

En primavera llegaron operarios a cambiar el banco. Uno nuevo, gris, de metal. Frío. Moderno. Sin olor a leña ni huellas del pasado. Un obrero miró a don Antonio y preguntó:

—¿Le da pena?

Asintió, pero no al banco, sino a la sombra que este proyectaba antes.

—Sí. Pero no solo por mí.

No interfirió. Pero esa noche, cuando todo estaba en calma, regresó. Con un bote de pintura marrón y un pincel. Se sentó y, en silencio, pintó una fina grieta —justo donde estaba la original. Como un recuerdo. Como una señal.

Después, sirvió té, abrió el periódico. Y de pronto, el banco nuevo crujió levemente. Como si lo reconociera.

Desde entonces, siguió sentándose. En el mismo sitio. En el mismo momento. Solo el banco era distinto. Pero el té seguía igual: amargo, con un deje metálico. El periódico, el mismo. La gente, también, solo un poco más vieja. Algunos asentían al pasar, otros decían “buenos días”. Y un niño, de la mano de su madre, susurró:

—Mira, mamá, es el señor de la foto. ¡Existe de verdad!

A veces, para quedarse, no hace falta moverse. Ni hablar alto. Basta con estar. En un lugar. Durante mucho tiempo. Y con alma. Para que, algún día, alguien piense al verte: “Qué bien que siga aquí”. Y sonría, muy quedo, por dentro.

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