Quedarse es existir

Cada mañana, Emilio salía de su pequeño piso en un barrio tranquilo de Valladolid exactamente a las 7:45. No porque tuviera algún lugar adonde ir—la jubilación, el trabajo hacía tiempo que había terminado, los hijos ya crecidos y viviendo lejos—sino porque su cuerpo recordaba aquella hora: el chirrido de la puerta del portal, el crujir de la gravilla bajo sus zapatos, el frescor que se aferraba a su abrigo incluso en primavera.

Pasaba junto al quiosco donde los vendedores ni siquiera intentaban ofrecerle café—sabían que Emilio siempre llevaba su termo. Asentía con cortesía, como diciendo: “Todo en orden. Todo como siempre.” El parque, los bancos, la farmacia, la escalinata del correo… todos reconocían su paso. Hasta los perros callejeros habían dejado de ladrarle: sabían que era de los suyos.

Su camino siempre lo llevaba hasta el último banco de madera junto al viejo chopo. Torcido, con la superficie pulida por el tiempo y una tabla medio astillada en el centro. Muchos años atrás, él mismo, Emilio, lo había colocado—en aquellos días trabajaba para el ayuntamiento: ponía placas, arreglaba tejados, cambiaba bombillas y reía con los compañeros en la hora del almuerzo. Entonces parecía que el barrio se sostenía gracias a gente como él. Y el banco, con sus tornillos oxidados pero resistentes, seguía ahí.

Se sentaba, servía café bien cargado en la tapa del termo, desplegaba sobre las rodillas un periódico que no leía, solo sostenía, como algo inmutable. Observaba a la gente pasar: niños camino al colegio, adultos con prisa, otros sin rumbo claro. Cambiaban las chaquetas, los zapatos, los rostros… pero él permanecía. Como un ancla en la corriente del tiempo.

A veces alguien se sentaba a su lado: una vecina del tercero, un estudiante que siempre llegaba tarde, un chico con un pastor alemán, una chica con su propia taza, un adolescente ensimismado en su música. Se quedaban unos minutos y seguían su camino. Emilio se quedaba. Como si fuera parte del banco—su prolongación, su voz, su respiración.

Un día se acercó una mujer de unos cuarenta años. Con abrigo y una cámara colgada al cuello. Dudó un instante antes de preguntar:

—Disculpe, ¿puedo fotografiarlo?

Él arqueó las cejas.

—¿A mí? ¿No se equivoca?

—No. Es para un proyecto… sobre quienes no se fueron. Sobre quienes se quedaron. Usted… parece parte de la ciudad. Cuando lo miro, siento que no todo ha desaparecido. Que aún queda alguien… alguien auténtico.

Sonrió, dejó el periódico a un lado.

—Bueno, pues fotografía, ya que insistes. Pero escribe que no estoy dormido, que no parezca un abuelo adormilado en el parque.

—Pondré que es un guardián del tiempo—respondió ella, sonriente.

—Y que no salga triste. Con luz. Que se note vida.

Una semana después, su foto apareció en un grupo local. Cientos de comentarios: *”Lo veo todas las mañanas”*, *”Es como un monumento del barrio”*, *”Sin él, la plaza no sería la misma”*. Emilio los leyó en silencio, con una sonrisa. Y siguió sentándose allí. Tomando su café, sosteniendo el periódico. A veces reconocía en las miradas de los transeúntes ese brillo—atento, agradecido.

En primavera llegaron los obreros a cambiar el banco. Uno nuevo, gris, de metal. Frío. Sin olor a madera ni huellas del pasado. Uno de los trabajadores miró a Emilio y preguntó:

—¿Le da pena?

Él asintió, pero no al banco—a la sombra que este solía proyectar.

—Sí. Pero no solo a mí.

No interfirió. Pero esa noche, cuando todo quedó en calma, volvió. Trajo un bote de pintura marrón y un pincel. Se sentó y, en silencio, dibujó una fina grieta—justo donde estaba la original. Como un recuerdo. Como una señal.

Luego se sentó, sirvió café, abrió el periódico. Y entonces, el banco nuevo crujió levemente. Como si lo reconociera.

Desde entonces, siguió yendo. Al mismo lugar. Al mismo momento. Solo que el banco era distinto. Pero el café, el mismo: amargo, con un dejo metálico. Y el periódico, idéntico. Y la gente, la de siempre, aunque un poco más vieja. Pasaban, asentían. Algunos se detenían, otros decían *”buenos días”*. Una vez, un niño que iba de la mano de su madre señaló y murmuró:

—Mamá, ¡ese es el señor de la foto! ¡De verdad existe!

A veces, para quedarse, no hace falta irse. Ni hablar alto. Basta con estar. En un mismo sitio. Por mucho tiempo. Y con alma. Para que, algún día, alguien que se detenga un segundo piense: *”Qué bien que esté aquí.”* Y sonría—muy, muy bajito.

Rate article
MagistrUm
Quedarse es existir