El sol ya menguaba tras la ventana. Aún sin madre. Lucía, girando las ruedas de su silla de ruedas, avanzó hacia la mesa. Cogió el móvil y marcó.
“Teléfono apagado o fuera de cobertura”, respondió una voz impersonal.
La niña observó el aparato confundida. Recordó que tenía poco saldo y lo apagó.
Su madre fue al supermercado y no volvía. Jamás había tardado tanto, pues Lucía, discapacitada desde pequeña, necesitaba su ayuda. Ella se desplazaba en la silla y solo tenían la una a la otra.
Lucía tenía siete años y no temía quedarse sola. Pero su madre siempre le decía dónde iba y cuándo regresaría. La niña no entendía:
“Fue a ese hipermercado más lejos donde los precios son mejores. Vamos a menudo. Aunque queda algo distante, no está lejos. En una hora se va y vuelve”. Miró su reloj. “Ya hace cuatro horas. Tengo hambre”.
Dirigió su silla a la cocina. Calentó agua, sacó una croqueta del frigorífico. Comió y tomó té.
Seguía sin madre. No aguantó más, cogió otra vez el móvil.
“Teléfono apagado o fuera de cobertura”, repitió la grabación.
Se trasladó a su cama, dejando el móvil bajo la almohada. Dejó encendida la luz; sin madre sentía mucho miedo.
Permaneció así largo rato hasta dormirse.
***
Despertó cuando el sol entraba por la ventana. La cama materna estaba ordenada.
—¡Mamá! —gritó hacia el recibidor.
Silencio. Agarró el móvil y llamó. La misma voz fría respondió.
El miedo se apoderó de ella y las lágrimas resbalaron.
***
Fernando regresaba de la cafetería. Vendían magdalenas recién hechas cada mañana. Era su rutina con su madre; ella preparaba el desayuno y él traía los dulces.
Fernando tenía treinta años y era soltero. Las mujeres apenas le miraban: poco agraciado, delgado y enfermizo. Problemas de salud le perseguían desde la infancia. Necesitaban tratamientos caros. Su madre sola lo crio. De adulto el diagnóstico fue claro: esterilidad. Renuente a la soltería, Fernando, aceptó su destino.
Algo destrozado brilló entre la hierba: un móvil viejo. La tecnología era su vocación y trabajo. Programador y “youtuber”. Claro que poseía los modelos más avanzados, pero la curiosidad profesional le hizo cogerlo. Estaba hecho añicos, como si un coche le hubiera pasado por encima y lo arrojase allí.
“Quizás algo ocurrió”, pensó y guardó el aparato roto. “En casa lo investigaré”.
***
Después del desayuno extrajo la tarjeta SIM del teléfono encontrado y la insertó en uno de los suyos. Los contactos eran de la Seguridad Social, hospitales… El primero decía “Hija”.
Pensativa, llamó a ese número:
—¡Mamá! —sonó una voz infantil esperanzada.
—Yo no soy tu madre —respondió Fernando azorado.
—¿Dónde está mamá?
—No sé. Encontré tu móvil estropeado, cambié la tarjeta y llamé.
—Mi madre desapareció —un sollozo rompió la conexión—. Ayer fue a comprar y no volvió.
—¿Y tu padre? ¿Tu abuela?
—No tengo padre ni abuela. Solo tengo mamá.
—¿Cómo te llamas? —Él comprendió que debía ayudar—.
—Lucía.
—Soy el tío Fernando. Lucía, sal al descansillo y dile a un vecino que estás sola.
—No puedo salir, mis piernas no funcionan. Y no hay vecinos al lado.
—¿Cómo que no funcionan? —Fernando quedó desconcertado—.
—Nací así. Mamá dice que ahorraremos para operarme.
—¿Cómo te mueves?
—En silla.
—Lucía, ¿sabes tu dirección? —Fernando pasó a la acción—.
—Sí. Calle de Alcalá, siete, piso dieciocho.
—Voy ahora mismo. Encontraremos a tu mamá.
Colgó.
María Luisa entró en la habitación:
—Fernando, ¿qué pasa?
—Mamá, encontré un móvil roto. Puse su SIM en el mío y llamé. Hay una niña discapacitada sola en casa sin más familia. Conseguí su dirección. Iré.
—Voy contigo —dijo la mujer empezando a prepararse.
María Luisa crió sola a un hijo enfermizo. Sabía lo difícil que era para una madre soltera con un niño enfermo. Ahora jubilada, Fernando tenía un buen sueldo.
Llamaron un taxi para socorrer a la niña.
***
Timbraron el portero.
—¿Quién? —una voz infantil desolada.
—Lucía, soy Fernando.
—¡Subid!
Atravesaron el portal. La puerta del piso estaba entreabierta.
Entraron. Una niña delgada en silla de ruedas los miraba entristecida:
—¿Encontraréis a mi mamá?
—¿Cómo se llama tu mamá? —preguntó Fernando inmediatamente—.
—Nuria.
—¿Y su apellido?
—Martín.
—¡Espera, Fernando! —le detuvo su madre y preguntó a la niña—. Lucía, ¿tienes hambre?
—Sí. Había una croqueta en la nevera, pero me la comí ayer.
—Fernando, corre a la cafetería de siempre y trae lo habitual.
—¡Entendido! —Y salió corriendo del piso.
***
Cuando regresó, su madre ya preparaba algo en la cocina. Deshizo las bolsas, puso la mesa.
Tras comer, Fernando se dedicó a buscar a la madre de Lucía.
Consultó la web municipal viendo sucesos del día anterior.
“A ver… En calle del Parque, conductor de un Seat cometió atropello contra mujer. Víctima ingresada grave en hospital”.
Sacó el móvil y llamó. Tras el tercer intento respondieron:
—Sí, recibimos anoche a la paciente de calle del Parque. Grave. Sin recuperar la consciencia.
—¿Su apellido?
—No portaba documentos ni móvil. ¿Es usted familiar?
—Bueno… aún no lo sé…
—Venga a…
—Ya sé la dirección. Voy ahora mismo.
Colgó y
Fernando llegó al hospital, confirmó que la mujer atropellada era Nuria Martín, y así comenzó el vínculo entre ambas familias que, con el tiempo, vio a Lucía caminar hacia el colegio de la mano de su nueva familia, mientras Nuria y Fernando sellaban su unión con un abrazo bajo el mismo sol que ahora iluminaba su felicidad reconstruida.
Queda Solo Una
