¿Qué te crees que eres?

—¿Qué te crees? —Diego López golpeó el despertador con fastidio y, descalzo, se dirigió a la cocina. Lo que encontró allí lo dejó sin palabras. Sentada en la mesa, con las piernas cruzadas y un delantal de encaje que apenas cubría lo esencial, estaba Lucía. Dieguito se tapó los ojos, avergonzado.

—¡Cariño, despiertas! —exclamó ella, saltando como una mariposa para colgarse de su cuello—. ¡Ya preparé el desayuno!
—¿En serio? ¿Qué es? —preguntó él, mirando aquel montón fibroso en el plato.
—¡Santo cielo, Dieguito! ¿No lo reconoces? Son espárragos al vapor.

Diego nunca había comido espárragos al vapor. Su desayuno solía ser más tradicional.

—¿Le echamos un poco de mayonesa? —sugirió, incapaz de masticar aquello insípido.

Pero al ver el ceño fruncido de Lucía, se retractó al instante:

—¡Claro que no, mi vida! ¡Sin mayonesa!

“Maldita sea, ¿qué hice para merecer esto?”, pensó mientras tragaba con esfuerzo. Aunque, en realidad, no se refería a los espárragos, sino a la diosa sentada en su vieja silla de cocina. “Ella… mi musa… mi dulcinea…”

***
La primera vez que Diego vio a Lucía fue en el teatro donde trabajaba como técnico de luces desde hacía treinta años. Un día, mientras arreglaba un foco, dirigió el haz hacia el escenario y… allí estaba ella. Delgada, etérea, como un sueño. Aquella imagen se le quedó grabada y no pudo olvidarla.

No es que Diego fuera un hombre que persiguiera a cualquier mujer. Al contrario, en aquel nido de artistas, tenía fama de serio y trabajador. Quizá por eso el destino le había premiado con Lucía.

***
Después de afeitarse a toda prisa, Diego se vistió para trabajar.

—Cariño, ¿podrías plancharme la camisa? —pidió tímidamente.

Pero su “musa” estaba ocupada en algo más importante:

—Papi, ¿por qué no lo haces tú? —respondió ella, sin levantar la vista del móvil.

Diego no discutió. Como no sabía dónde estaba la plancha, alisó la camisa con las manos mojadas. Luego, agarró su maletín, dio un beso a Lucía —estirada en el sofá— y salió corriendo.

Ya en el autobús, notó que algo faltaba. Revisó su bolsa: no había bocadillos ni restos de la cena. “Bueno, como algo en el bar”, pensó, resignado.

***
“Papi, envíame 80 euros. ¡Hoy tengo cita para la depilación láser!”.

El mensaje de Lucía lo dejó perplejo. Nunca imaginó que la depilación costara tanto. Aunque su estómago rugía, no quiso decepcionarla. “Si hace falta, le pido a Manolo hasta el próximo sueldo”, pensó, mientras transfería el dinero. ¡La belleza exigía sacrificios!

Media hora antes de salir, otro mensaje:

“De camino a casa, compra aguacates y leche sin lactosa. ¡Bicos!”.

De los productos mencionados, Diego solo conocía la leche. Vagó perdido por el supermercado hasta que, desesperado, pidió ayuda a una empleada.

—¿Cuántos aguacates quiere? —preguntó ella, llevando el paquete de leche hacia la sección de verduras.

Diego no tenía idea, pero respondió con seguridad:

—¡Dos kilos, por favor!

Al pagar, sintió un escalofrío. “Definitivamente, tendré que hablar con Manolo”. Nunca le había pedido dinero a nadie, pero… “Por una mujer como Lucía, vale la pena”.

Ella lo recibió con los brazos abiertos, envuelta en algo vaporoso y perfumado que casi lo mareó.

—Dieguito, ¡te extrañé tanto! —gorjeó, mientras él guardaba los aguacates.
—¿Qué cenamos, mi amor? —preguntó, tratando de ignorar su estómago vacío.

Lucía sonrió.

—¡La cena ya viene en camino!

En ese momento, el timbre sonó.

—¡Es la cena! —anunció—. Papi, baja a pagar al repartidor.

Subiendo las escaleras, Diego se preguntó qué demonios podía costar tanto. La caja era ligera, pero el precio parecía de oro.

—¿Qué es esto? —preguntó al abrir el recipiente.

Dentro había filetes rosados cubiertos de algo verde.

—Dieguito, ¿no los conoces? ¡Son sushi! —exclamó Lucía—. De atún, cangrejo y pulpo. Se come con wasabi y jengibre.

A Diego no le gustó. Pero, al menos, Lucía devoró casi todo. Cuando ella se fue a dormir, revisó la nevera buscando un plato de cocido. Nada.

***
A la mañana siguiente, no había desayuno. Lucía dormía plácidamente.

—Cariño, déjame 100 euros —murmuró sin abrir los ojos—. Hoy tengo cita para la cera.

Diego sintió indignación, pero ignoraba qué era “la cera”. “¿Será algo médico?”, pensó, avergonzado.

—Claro, mi vida —respondió, resignado.

En la cocina, vertió leche sin lactosa en un tazón. Solo encontró un trozo de pan duro y un aguacate. Lo examinó sin saber si se comía crudo o cocido. Al final, desistió.

—¿Te vas ya? —preguntó Lucía, absorta en su teléfono.

—Sí —dijo él, conteniendo su irritación—. Oye, cariño, ¿y tu trabajo?

Ella lo miró como si hubiera dicho una locura.

—¡Dios mío, Dieguito! ¿Qué trabajo? ¡Ahora soy tu esposa! Antes tenía que mantenerme, pero tú eres el proveedor. Yo cuido el hogar y te inspiro.

***
Diego volvió del trabajo cansado y hambriento. En la cocina, solo encontró un aguacate mustio. En el dormitorio, Lucía se maquillaba frente al espejo.

—¿Ya estás aquí? —dijo, alegre—. ¡Vístete rápido! Hoy hay fiesta con espuma en una discoteca.

—Lucía, estoy agotado —susurró él, desplomándose en la cama—. Llevo dos días sin comer bien.

Ella giró lentamente, con las cejas enarcadas.

—¿No vas a salir? —preguntó, con voz helada—. ¿Así me tratas? Me tienes encerrada, sin vida social…

Diego, experto en conflictos matrimoniales, optó por retirarse a la cocina. Pero Lucía no se daría por vencida.

—¡Me conviertes en tu esclava! —gritó, persiguiéndolo—. ¡Nunca salimos! ¿Para qué quiero mi belleza si me pudro aquí?

—Mi amor, cálmate —intentó él, dispuesto a aceptar hasta una guillotina con tal de silenciarla.

Pero Lucía ya estaba en pleno drama.

—¡Tú arruinaste mi juventud! —aulló—. ¡Pronto me moriré de hambre con tus malditos aguacates!

Agarró uno y lo agitó frente a su cara. Diego estalló.

—¿Mis aguacates? —rugió, con el estómago resonando—. ¡Fuiste tú quien los pidió!

—¡Ahora me echas en cara el dinero! —chilló ella—. ¡Toma tu aguacate, ahógate con él!

El impacto del fruto en su cara le provocó dolor, humillación… y entonces despertó.

***
El autobús dejó a María López en la estación.Al ver a Diego corriendo hacia ella con un gran ramo de flores, María sonrió confundida pero feliz, preguntándose qué habría provocado ese repentino gesto de cariño.

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