Al aplastar el despertador con la mano, León Ribera se levantó de la cama y, descalzo, se dirigió a la cocina. Allí le esperaba una sorpresa. Sentada a la mesa, con una pierna cruzada sobre la otra, estaba Angelita. Llevaba un coqueto delantal de encaje. Bueno, en realidad, solo llevaba eso. El detalle hizo que León cerrara los ojos, desconcertado.
“¡Cariño, ya estás despierto!” —exclamó Angelita, levantándose como una mariposa y colgándose de su cuello—. ¡Te he preparado el desayuno!
“¿De verdad? ¿Y qué es?” —preguntó él, mirando un montón fibroso en el plato.
“¿Cómo que qué, Leoncito? ¡Brócoli al vapor!”
León nunca había comido brócoli al vapor. Estaba acostumbrado a desayunar cosas más terrenales.
“¿Le echamos un poco de mayonesa?” —sugirió, incapaz de masticar aquello insípido.
Pero al ver cómo las cejas perfectas de Angelita se juntaban en el ceño, se apresuró a rectificar:
“¡Claro que no, mi vida! ¡Sin mayonesa!”
«¿Y a mí qué me he hecho para merecer esto?», pensó mientras terminaba el desayuno. Aunque no se refería al brócoli, sino a la diosa sentada en el taburete de su cocina. «¡Esta ninfa… esta sirena… mi Beatriz!»
***
La primera vez que León vio a Angelita fue en el teatro donde trabajaba como técnico de iluminación desde hacía treinta años. Una noche, mientras arreglaba un foco, dirigió el haz de luz hacia el escenario… y la vio. Aquella criatura etérea, delicada, se le clavó en el alma. Desde entonces, no tuvo paz.
León no era de esos hombres que persiguen faldas. Algo raro, tratándose de alguien del teatro. Entre tanta belleza y arte, él tenía fama de hombre honesto y trabajador. Quizá por eso el cielo le había premiado con Angelita.
***
Tras afeitarse a toda prisa, León se vistió para el trabajo.
“Cariño, ¿me podrías planchar la camisa?” —pidió tímidamente.
Pero la “ninfa Beatriz” estaba ocupada en sus asuntos divinos.
“Amor, ¿por qué no lo haces tú?” —murmuró, sin levantar la vista del móvil.
“Pues… ¡yo mismo!” —aceptó, resignado.
Como no sabía dónde estaba la plancha, optó por alisar la camisa con las manos ligeramente húmedas. Solucionado el problema, agarró su maletín, dio un beso a Angelita —que seguía en el sofá— y salió corriendo.
Fue en el autobús cuando notó que algo faltaba. Miró su maletín: no había bocadillos envueltos en papel de aluminio ni un tupper con croquetas calientes.
«Bueno, en el bar de al lado comeré algo», pensó, aceptando su suerte.
***
“Cariño, ¿me mandas cien euros? ¡Hoy me hago la manicura!”.
El mensaje de Angelita lo dejó confundido. No sabía que las uñas costaban tanto. Aunque su estómago rugía, no quiso decepcionarla.
«Si hace falta, le pido a Paco hasta el próximo sueldo» —pensó, pulsando “enviar dinero”. ¡La belleza exige sacrificios!
Media hora antes de salir, otro mensaje:
“De camino a casa, compra aguacates y leche sin lactosa. ¡Mua, mua!”.
De todo eso, León solo conocía la palabra “leche”. Dio vueltas por el supermercado, perdido entre los pasillos, hasta que una empleada se apiadó.
“¿Cuántos aguacates quiere?” —preguntó ella, agarrando el cartón de leche.
León no tenía ni idea cuántos compraba la gente normal, pero para no quedar mal, respondió:
“¡Dos kilos, por favor!”.
Al pagar, pensó con tristeza que tendría que pedirle dinero a Paco. Él siempre ayudaba a los demás, pero nunca había pedido prestado.
«Todo tiene una primera vez» —se consoló, cargando con la bolsa de aguacates—. «Por una mujer así, hasta a Paco le pido».
Angelita lo recibió con los brazos abiertos, radiante, en un vestido vaporoso que le hizo perder el sentido.
“¡Leoncito, cuánto te he echado de menos!” —dijo, mientras él guardaba los aguacates en la nevera.
“¿Qué cenamos, amor?” —preguntó, disimulando el hambre.
Ella sonrió y, como por arte de magia, sonó el timbre.
“¡La cena ha llegado!” —exclamó—. Baja a pagar al repartidor, ¿vale?
«¿Qué cuesta tanto y pesa tan poco?», pensó León mientras subía las escaleras, sin aliento.
“¿Qué es esto?” —preguntó, señalando la caja de plástico llena de trocitos con hierbas verdes.
“¡Cariño, es sushi!” —exclamó Angelita—. ¡Comida japonesa! Pescado crudo con algas.
A León no le gustó. Lo único bueno fue ver a Angelita devorarlo. Cuando ella se fue a la habitación, buscó en la nevera algo de lentejas o potaje… pero no había nada. Con el estómago vacío, se fue a dormir.
***
A la mañana siguiente, no había desayuno. Angelita dormía, con el pelo revuelto.
“Cariño, déjame ciento cincuenta euros” —murmuró medio dormida—. “Hoy me hago la depilación”.
León casi protesta, pero no sabía qué era un “shugaring”.
«¿Será algo médico?» —pensó, avergonzado—. “Claro, mi vida, lo que digas”.
Vertió leche sin lactosa en un tazón y buscó algo más sustancioso. Solo encontró pan duro y los aguacates. Lo miró, preguntándose si se comían crudos. Al final, desistió.
“¿Ya te vas?” —preguntó Angelita, absorta en el móvil.
“Sí, me voy” —respondió él, conteniendo el enfado—. “Oye, ¿y tú cuándo trabajas?”
Ella levantó la vista, sorprendida.
“¿Trabajar? ¡Pero si ahora soy tu esposa!” —dijo—. “Antes tenía que mantenerme, pero ahora tú eres el proveedor. Tú traes el dinero, y yo cuido el hogar. ¡Y te inspiro!”.
***
León volvió del trabajo cansado y hambriento. En la cocina, solo había un aguacate olvidado. En el dormitorio, Angelita se maquillaba frente al espejo.
“¿Ya estás? ¡Vamos de fiesta! Hay un DJ argentino y espuma” —anunció.
“Angelita, estoy agotado” —susurró—. “No he comido bien en dos días”.
Ella giró despacio, con las cejas fruncidas.
“¿No quieres salir?” —preguntó, con tono peligroso.
“No”.
“¡Así que así me tratas! ¡Me encierras, me conviertes en una esclava!” —gritó, siguiéndolo por la casa—. “¡Mi juventud se marchita en estas cuatro paredes!”.
León intentó calmarla:
“Mi amor, mejor no discutamos…”.
Pero ella ya estaba lanzada:
“¡Tiran**Ya no podía más, así que, con un suspiro, León abrió la puerta y salió a la calle, respirando hondo mientras el aguacate rodaba por el suelo sin que nadie lo recogiera.**