«¡Que se queden contigo! ¡Tú lo has criado así!» —gritaba mi exmarido, Álvaro, por teléfono. Su voz temblaba de rabia, y yo, con el móvil pegado al oído, sentía cómo todo se me encogía por dentro. Hablábamos de nuestro hijo, Diego, y de su novia, que habían decidido irse a vivir juntos. Pero esa discusión con Álvaro me hizo pensar no solo en Diego, sino también en cómo nuestros errores del pasado habían afectado a la familia.
Nos divorciamos hace diez años. Diego tenía quince entonces, y el divorcio le afectó mucho. A veces me culpaba a mí, otras a su padre, o simplemente se cerraba en sí mismo. Yo intenté ser su madre y su amiga: le ayudaba con los deberes, escuchaba sus historias de amigos, le llevaba a los entrenamientos. Álvaro, en cambio, se distanció. Pagaba la pensión, a veces se lo llevaba los fines de semana, pero no había conexión entre ellos. Veía cómo Diego echaba de menos a su padre, pero Álvaro siempre estaba ocupado: nuevo trabajo, nueva familia. No le juzgaba, pero me dolía por mi hijo.
Ahora Diego tiene veinticinco años. Ha crecido, terminó la universidad y trabaja en una empresa de tecnología. Hace medio año me presentó a su novia, Lucía. Es encantadora, trabaja como diseñadora, siempre amable y con una sonrisa. Decidieron vivir juntos, y yo me alegré por ellos. Pero como no tienen piso propio, me pidieron quedarse en mi casa. Mi apartamento no es un palacio, pero hay espacio. Les dejé mi habitación y yo me mudé al sofá del salón. Pensé que sería temporal, hasta que ahorraran para alquilar algo.
Al principio todo iba bien. Lucía ayudaba en casa, Diego compraba la comida, a veces me invitaban a cenar con ellos. Pero al cabo de unos meses noté que Diego estaba más irritable. Podía contestarle mal a Lucía por tonterías, y una vez los oí discutir por dinero. Intenté no meterme —son adultos, que se arreglen solos—. Pero entonces llamó Álvaro, furioso: «¿Sabes que tu hijo se ha negado a ayudarme con la reforma? Dice que tiene sus propios planes. ¡Y esa Lucía ni siquiera me respeta!».
Me sorprendió. Diego nunca me había dicho que su padre le pidiera ayuda. Resulta que Álvaro quería que fuera a su casa de pueblo a ayudarle con el tejado. Diego se negó, diciendo que estaba ocupado. Y Lucía, según Álvaro, «se las da de lista». Intenté calmarlo: «Álvaro, son jóvenes, tienen su propia vida. Quizá les estás presionando demasiado». Pero él estalló: «¡Lo has malcriado! ¡Lo has convertido en un niño consentido que no valora a su padre! ¡Que se queden contigo, ya que eres tan buena!».
Sus palabras me dolieron. ¿Que yo lo crié? ¿Y dónde estaba él cuando Diego necesitaba a su padre? Yo sola lo llevé por la adolescencia, con sus peleas y lágrimas. Pero… ¿y si tiene razón? ¿Habré sido demasiado protectora y lo habré convertido en un egoísta? Empecé a recordar cómo lo consentía: le compraba todo lo que quería, le protegía de los problemas. ¿De verdad lo hice demasiado dependiente?
Decidí hablar con Diego. Esa noche, cuando Lucía salió con una amiga, le pregunté: «Diego, ¿qué pasa con tu padre? Dice que te negaste a ayudarle». Mi hijo frunció el ceño: «Mamá, exige que deje todo y vaya a su casa de pueblo. Tengo trabajo, proyectos… no puedo dejarlo todo. Y Lucía no tiene por qué complacerle». Asentí, pero no me quedé tranquila. Diego decía cosas sensatas, pero su tono era cortante, como si ni siquiera intentara entender a su padre.
Luego hablé con Lucía. Me confesó que Álvaro le había hecho un comentario grosero, y ella le contestó. «No quise ofenderle, pero actúa como si tuviera que obedecerle», me dijo. Entendí que no era solo cosa de Diego. Álvaro parece querer controlar todo, pero no está dispuesto a ceder.
Esa discusión con mi exmarido me hizo reflexionar. Recordé nuestro matrimonio, nuestros errores. Quizá no supimos enseñarle a Diego que la familia es cosa de compromisos. Decidí no meterme en su conflicto, pero pedirle a Diego y a Lucía que fueran más pacientes. Son jóvenes, tienen toda la vida por delante, pero el respeto a los mayores importa. También hablé con Álvaro, le sugerí que no presionara a Diego, que intentara reconectar. Refunfuñó algo, pero prometió pensarlo.
Ahora miro a Diego y a Lucía y pienso: son como Álvaro y yo en nuestra juventud, llenos de ilusiones pero con mil problemas. No quiero que repitan nuestros errores. Mi casa es su refugio temporal, pero sé que pronto volarán del nido. Y yo me quedaré con los recuerdos y la esperanza de que mi hijo y su padre encuentren un entendimiento. Quizá algún día Álvaro entienda que la crianza no fue solo cosa mía, sino también suya.