“¡Que se queden contigo! ¡Tú lo has educado así!” — gritaba al teléfono mi exmarido, Javier. Su voz temblaba de rabia, mientras yo, con el auricular pegado al oído, sentía un nudo en el estómago. Hablábamos de nuestro hijo, Alejandro, y su novia, que habían decidido vivir juntos. Pero aquella discusión con Javier me hizo reflexionar no solo sobre ellos, sino también sobre cómo nuestros errores del pasado habían marcado a la familia.
Nos divorciamos hace diez años. Alejandro tenía entonces quince, y el divorcio lo afectó profundamente. A veces me culpaba a mí, otras a su padre, o simplemente se encerraba en sí mismo. Yo intenté ser madre y amiga: le ayudaba con los estudios, escuchaba sus historias sobre los amigos, lo llevaba a entrenar. Javier, en cambio, se distanció. Pagaba la manutención y a veces lo llevaba algún fin de semana, pero no hubo verdadera conexión entre ellos. Veía cómo Alejandro añoraba a su padre, pero Javier siempre estaba ocupado: con su nuevo trabajo, su nueva familia. No lo juzgaba, pero me dolía por mi hijo.
Ahora Alejandro tiene veinticinco. Estudió en la universidad y trabaja en una empresa de informática. Hace medio año me presentó a su novia, Lucía. Es encantadora, diseñadora, educada y siempre sonriente. Decidieron vivir juntos, y yo me alegré por ellos. Como aún no tenían piso, pidieron quedarse en mi casa. Mi apartamento de dos habitaciones no es un palacio, pero había espacio. Les cedí mi dormitorio y me instalé en el sofá de la salita. Pensé que sería temporal, hasta que ahorraran para alquilar.
Al principio todo marchaba bien. Lucía ayudaba en casa, Alejandro compraba la comida, y a veces cenábamos juntos. Pero a los dos meses noté que Alejandro estaba más irritable. Reñía a Lucía por tonterías, y una vez los escuché discutir por dinero. No quise meterme —eran adultos—, pero entonces llamó Javier. Estaba furioso: “¿Sabes que tu hijo se ha negado a ayudarme con la reforma? ¡Dice que tiene sus propios planes! ¡Y esa Lucía ni siquiera me respeta!”
Me sorprendió. Alejandro nunca me había dicho que su padre le pidiera ayuda. Resultó que Javier quería que fuera a su casa de campo para arreglar el tejado. Alejandro se negó, alegando trabajo. Y Lucía, según Javier, “se cree demasiado”. Intenté calmarlo: “Javier, son jóvenes, tienen su vida. Quizá les exiges demasiado”. Pero él estalló: “¡Lo has malcriado! ¡Lo convertiste en un niño de mamá y por eso no me respeta! ¡Que se queden contigo, ya que eres tan buena!”
Sus palabras me dolieron. ¿Yo lo malcrié? ¿Y dónde estaba él cuando Alejandro necesitaba un padre? Lo crié sola, sorteando la adolescencia, las peleas y las lágrimas. ¿O tal vez Javier tenía razón? ¿Había sido demasiado protectora? Recordé cómo lo consentía: comprándole todo, apartándolo de los problemas. ¿Habría hecho de él un egoísta?
Hablé con Alejandro esa misma noche, cuando Lucía salió con una amiga. “¿Qué pasa con tu padre? Dice que te negaste a ayudarle”, pregunté. Él frunció el ceño: “Mamá, quiere que lo deje todo para ir a su casa de campo. Tengo proyectos, no puedo aparcarlos. Y Lucía no tiene por qué complacerlo”. Asentí, pero algo no me cuadraba. Alejandro razonaba, pero su tono era frío, como si no quisiera entender a su padre.
Después hablé con Lucía. Me confesó que Javier había hecho un comentario grosero, y ella respondió. “No quise ofenderle, pero actúa como si debiera obedecerle”, dijo. Entonces entendí que no era solo cosa de Alejandro. Javier quería controlar, pero no daba su brazo a torcer.
Esa llamada me hizo reflexionar. Recordé nuestro matrimonio, nuestros errores. Quizá no supimos enseñarle a Alejandro que la familia se basa en concesiones. Decidí no entrometerme, pero pedirle a ambos que fueran más comprensivos. Son jóvenes, tienen mucho por vivir, pero el respeto a los mayores importa. También hablé con Javier, le sugerí que no presionara y buscara acercarse. Refunfuñó, pero prometió pensarlo.
Ahora miro a Alejandro y Lucía y pienso: son como Javier y yo en nuestra juventud —llenos de sueños, pero también de problemas. No quiero que repitan nuestros errores. Mi casa es su refugio temporal, pero sé que pronto volarán del nido. Y yo me quedaré con los recuerdos y la esperanza de que mi hijo y su padre encuentren su camino. Quizá Javier un día entienda que la educación no fue solo mi responsabilidad, sino también la suya.