**Diario de un hombre**
Hoy fue uno de esos días que te hacen preguntarte cómo las cosas más sencillas pueden volverse tan complicadas. Todo empezó cuando mi suegra, Isabel García, levantó la voz desde el salón:
—¡¿Qué?! ¿Ahora soy una anciana inútil? ¡Pero si estoy más ágil que muchas de veinte!
—¡Lucía! ¡Lucita! ¿Cuántas veces tengo que llamarte? —Su voz atravesó hasta el cuarto del niño, donde mi mujer intentaba dormir a nuestro hijo Diego, de tres años.
—Mamá, espera cinco minutos, ¡Dieguito está a punto de quedarse dormido! —respondió Lucía, acariciando la espalda del pequeño.
—¿Cinco minutos? ¡Me estoy mareando! ¡La tensión se me disparó! Prometiste traerme las pastillas —la voz de Isabel tembló, esa mezcla de drama y reproche que ya conocíamos demasiado bien.
Lucia suspiró. Diego, que casi dormía, abrió los ojos, preocupado.
—Mamá, ¿la abuela está llorando? —susurró.
—No, cielo, solo habla fuerte. Duérmete, mi vida… —Le dio un beso en la frente, pero por dentro, algo se le encogió. Isabel no lloraba, gritaba. Y eso era peor.
En la cocina, Isabel estaba sentada, con una mano en el pecho, respirando hondo como si representara una obra de teatro. Al ver a Lucía, sacudió la cabeza con decepción.
—¿Ves lo que has hecho? El corazón me va a mil, la cabeza me da vueltas… ¡Y tú enredada con el niño! Te dije: primero las pastillas, luego lo demás.
—Mamá, no es justo. No podía dejar a Diego a medias. Si se desvela, luego no duerme en toda la noche —Lucía sacó las pastillas de la tensión y sirvió un vaso de agua.
—¿Y qué, yo me tengo que morir entonces? —Isabel giró la cara, ofendida—. Antes eras diferente. Corrías en cuanto te llamaba. Pero ahora… Ahora tu familia importa más que tu madre.
Lucía le entregó las pastillas en silencio. Era cierto: antes lo dejaba todo por ella. Hubo un tiempo en que los ruegos de su madre sonaban así: “Lucita, cariño, ¿me traes la medicina, por favor?”. Ahora eran órdenes: “¡Lucía, las pastillas, ya!”.
—Mamá, tómatelas y descansa un rato. Te sentirás mejor —dijo Lucía con calma.
—¡Descansar! Fácil decirlo. ¿Y quién hace la cena? ¿Quién prepara a Diego para la guardería mañana? —Isabel enumeró sus tareas con voz cada vez más indignada—. ¡No soy la sirvienta! Os ayudo, sacrifico mi salud, y vosotros…
—Nadie te obliga a cocinar, mamá. Yo puedo hacerlo —la interrumpió Lucía.
—¡Sí, claro! ¿A qué hora? ¡Cuando vuelvas del trabajo a las nueve! El niño con hambre, Javier llegando cansado… No puedo permitirlo.
Llevábamos dos años viviendo juntos desde que nació Diego. Al principio, Isabel era una bendición: cuidaba al niño, cocinaba, limpiaba… Pero poco a poco, los ofrecimientos se volvieron obligaciones, y los favores, exigencias.
—Mamá —dijo Lucía con cuidado—, ¿y si buscamos una canguro para Diego? Estás agotada…
—¿Una canguro? —Isabel casi saltó de la silla—. ¿Una extraña con mi nieto? ¡Ni loca! ¿Quién lo va a cuidar mejor que yo?
—No digo que lo hagas mal, solo que…
—¿Qué? ¿Que ya estoy vieja? ¡Tengo más energía que muchas! Lo que necesito es comprensión, no que me apartes como un mueble viejo.
En ese momento, llegó Javier, mi cuñado. Isabel cambió el tono al instante:
—¡Javiercito! ¿Tienes hambre? Hice cocido y tortilla. ¡Siéntate!
Él miró a Lucía, entendiendo que algo había pasado.
—Gracias, Isabel. Pero… ¿Todo bien?
—Nada importante —suspiró ella—. Solo que pedí mi medicina, y parece que el sueño de Diego es más urgente. Pero bueno, Javier, cuéntame, ¿cómo te fue en el trabajo?
Durante la cena, Isabel narró su día como un mártir: el parque, la colada, la comida… Cada palabra gritaba: “Mirad cuánto hago por vosotros”.
—Mamá está agotada —susurró Lucía—. Quizá una canguro no sea mala idea.
Javier asintió:
—Isabel, usted se merece un descanso. Podría salir con amigas, ir al cine…
—¿Amigas? —rió amarga—. Todas están igual: enfermas o cuidando nietos. ¿Y el cine? ¿Con mi pensión de mil euros? ¡Un billete cuesta la mitad!
Lucía intentó calmar las aguas:
—Mamá, si quieres ir al cine, te llevamos.
—¡No quiero caridad! —gritó Isabel—. He trabajado toda la vida. Mi deber es ayudaros. ¡Y el vuestro es agradecerlo!
La discusión escaló hasta que Lucía, exhausta, se refugió en la habitación de Diego. El niño dormía tranquilo, ajeno al caos.
Al volver, encontró a Isabel victimizándose:
—…Y ahora soy una carga. Prefieren una extraña antes que a su madre.
—Nadie dijo eso —protestó Javier.
—¡Lo piensan! —golpeó la mesa—. ¿Se avergüenzan de mí?
Lucía la abrazó:
—Mamá, eres increíble. Solo necesitamos equilibrio. Quizá puedas cuidar a Diego tres días, no siete.
Isabel sollozó:
—¿Y el resto? ¿Una desconocida?
—Confía en mí. He aprendido de la mejor —sonrió Lucía.
A la mañana siguiente, todo era distinto. Mientras Diego comía galletas, Isabel le contaba un cuento.
—Mamá —dijo Lucía—, ¿vamos al cine hoy? Javier puede quedarse con Diego.
Isabel dudó, pero luego sonrió:
—Me encantaría. Lucita… ¿me acompañarías?
—Claro, mamá —respondió Lucía, besándola.
Diego aplaudió:
—¿Y yo?
—La próxima —rió Lucía—. Hoy, mamá y yo saldremos… como antes.
Isabel enrojeció. Como antes. Como cuando Lucía era pequeña y juntas veían obras de títeres. Cuando los ruegos eran dulces, y las respuestas, alegres.
**Lección del día:** A veces, el amor se enreda en los deberes. Pero basta un gesto, una palabra suave, para devolverlo a su esencia. La familia no es una carga, ni una obligación. Es un refugio que, con cuidado, siempre puede reconstruirse.






