¿Qué pasaba por tu mente al entregar la casa, mamá?

**20 de octubre, 2023**

El dolor me atravesaba el pecho cuando hablé con mamá por teléfono. Estaba sentado en la cocina, mirando por la ventana al patio cubierto de nieve, intentando contener las lágrimas. «Mamá, ¿cómo pudiste? ¿En qué estabas pensando cuando le diste a tía Sol la mitad de la casa? ¡Y ahora quiere mudarse a nuestra parte para “probar”! No lo soporto», solté de golpe. Mamá calló al otro lado de la línea, mientras yo sentía cómo la rabia hervía dentro de mí. Antes, su generosidad, de la que tanto alardeaba, me parecía noble. Ahora, veo las consecuencias y no sé cómo manejarlo.

Todo empezó hace años, cuando mi madre, Elena Martínez, decidió ayudar a su hermana menor, Soledad. Tía Sol estaba en apuros: recién divorciada, sin trabajo y sin techo. Mamá, siempre dispuesta a tender la mano, le ofreció quedarse en nuestra casa. Era una antigua vivienda de dos plantas, heredada de la abuela. Mis padres vivían abajo, y arriba estaba vacío. Pensamos que sería temporal, hasta que Soledad se rehiciera su vida. Pero en vez de buscar su propio camino, se instaló para siempre. Luego, mamá hizo lo incomprensible: le regaló la mitad de la casa. «Es mi hermana, no puedo abandonarla», decía cuando yo protestaba.

Yo era joven, empezando mi vida adulta, y no me metí en el asunto. Pero recuerdo cómo papá, Antonio Rodríguez, se opuso. Rezongaba que la casa era nuestro patrimonio y que regalarla, aunque fuera a familia, no tenía sentido. Mamá insistió, escudándose en su bondad y su deber. Papá cedió, pero se le notaba el disgusto. Ahora, años después, soy yo quien carga con las consecuencias.

Hoy vivo en esa misma casa con mi esposa, Lucía, y nuestros dos hijos. Tras la muerte de papá, mamá se mudó a un piso en Madrid, y la casa quedó en mis manos. Pero la mitad de tía Sol es un problema constante. Nunca buscó su propio hogar. Vive arriba, quejándose de todo y pidiendo favores. Intenté tener paciencia—es la hermana de mamá—, pero hace poco cruzó el límite: exige mudarse abajo porque su cuarto está «muy frío». Cuando me negué, me acusó de desagradecido, recordando supuestos favores. ¿Qué favores? Solo veo su falta de responsabilidad.

Llamé a mamá, esperando apoyo, pero solo recibí excusas. «Hijo, Soledad es familia, hay que ayudarla», susurró. Perdí la calma: «¡Mamá, tú la acostumbraste a que le debemos todo! ¿Por qué le diste la mitad de la casa? ¡Ahora cree tener derecho a más!». Ella balbuceó que no esperaba esto, que solo quería ayudar, pero evadía la culpa. Su bondad, antes admirable, ahora me ahoga.

No sé qué hacer. Por un lado, tía Sol es sangre, y hasta me da pena. Por otro, estoy harto de sus exigencias y de sentir que mi casa ya no es del todo mía. Lucía está enfadada, y con razón: trabajamos duro para mantener a nuestra familia, y encima ella actúa como si le debiéramos algo. Hasta hablamos de vender y mudarnos, pero es difícil—aquí crecí, aquí están los recuerdos de papá y la abuela. Y mamá, aunque ya no vive aquí, se opondría.

A veces pienso: ¿y si mamá no hubiera regalado esa mitad? ¿Tía Sol se habría visto obligada a valerse por sí misma? ¿O soy demasiado duro? Pero luego recuerdo su descaro al pedir más espacio, y vuelve la rabia. No quiero que mis hijos crezcan en medio de peleas. Quiero un hogar donde reine la paz.

Ayer hablé otra vez con mamá, rogándole que entendiera mi angustia. Prometió hablar con Soledad, pero dudo que cambie algo. Su bondad, antes admirable, ahora es una cadena. Amo a mi familia, pero debo proteger mi casa y mi paz. Quizá deba poner límites claros, aunque duela. O quizá deba perdonar a mamá y aceptar lo que hay. Pero hay algo claro: no seré prisionero de las decisiones de otros.

**Lección:** La generosidad sin prudencia acaba en amargura. A veces, decir “no” es el mayor acto de amor.

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