¡Pero qué es esto! — exclamó Lucía, sin poder ocultar su enfado, plantada en medio del salón.
Su voz temblaba de rabia. Miró a su alrededor, como si esperara encontrar una respuesta entre los muebles o las paredes.
—¿Otra vez? ¡La tercera vez este mes! ¡Hasta cuándo!
En el sofá, recostado sobre los cojines, estaba Alejandro. En una mano el móvil, en la otra el mando de la tele. Desvió la mirada hacia su mujer, pero sus ojos seguían indiferentes, como siempre cuando se trataba de su madre.
—¿Qué *otra vez*? —preguntó, entrecerrando los ojos—. No empieces con el drama ahora. Acabo de llegar a casa, quiero descansar.
—¿Drama? —Lucía dio un paso adelante, alzando la voz—. ¿A esto lo llamas *drama*? ¡Dos mil euros! ¡Así, sin más! ¡Sin explicaciones, sin preguntar! ¡Ni siquiera te molestaste en saber para qué los necesitaba! ¡Solo los transferiste!
Alejandro dejó el móvil a un lado y suspiró muy quedamente. Su rostro reflejaba más cansancio que sorpresa.
—¿Y qué? Es mi madre. Si necesita dinero, se lo doy. ¿Cuál es el problema?
Lucía se acercó más, las mejillas enrojecidas.
—¡El problema es que estamos ahorrando para la casa en el campo! ¡Lo hablamos! ¡Cada euro es para nuestro proyecto! ¡Y tú cada mes tiras el dinero en nada! ¡Primero medicinas, luego la reforma, ahora estos *gastos imprevistos*! ¿A lo mejor le hacía falta un iPhone nuevo?
Alejandro volvió a suspirar, frotándose el entrecejo.
—Es mayor, Lucía. Le cuesta arreglárselas sola. A veces es más fácil ayudarla que discutir.
—¿Mayor? ¡Solo tiene sesenta y cinco! ¡Hace más vida que tú! ¡Teatro, club de campo, excursiones! ¿Y nosotros? ¿Tenemos que renunciar a nuestros planes por sus caprichos?
—¡Lucía! —por primera vez, la voz de Alejandro mostró incomodidad—. No hables así de mi madre. Ella nos crió.
—A *ti*, Alejandro, a ti. No a mí. Y sí, le estoy agradecida. Pero eso no significa que pueda estar pidiendo dinero constantemente. Vivimos con un solo sueldo. Mis proyectos son inestables. ¡Lo sabes!
Y era verdad. Cuando cerró la agencia de publicidad donde Lucía trabajaba como directora creativa, tuvo que pasar a freelance. Había trabajo, pero los ingresos eran variables. Su presupuesto era frágil como el cristal. Cada gasto innecesario era como un martillazo.
Soñaban con la casa en el campo. Una idea que llevaba tres años rondándoles: un chaletito, una terraza con rosales trepadores, barbacoas con amigos, noches cómodas junto al fuego. Pero cada vez que la cifra se acercaba a lo deseado, surgía algo: una reforma en casa de su suegra, un tratamiento dental, papel pintado nuevo, electrodomésticos… Y volvían a empezar.
—Estoy cansada —susurró Lucía, acercándose a la ventana—. Cansada de ser la segunda opción. Cansada de sentir que vivimos privándonos mientras tu madre se da todos los lujos.
Alejandro se acercó por detrás, pero no la abrazó.
—Está enferma, Lucía. Necesita ayuda.
—¿Enferma de qué? ¿De ganas de viajar y comprar? ¿Alguna vez has comprobado en qué gasta ese dinero? Viaja a la playa, se compra ropa, va a restaurantes… ¡Y nosotros no hemos ido de vacaciones en diez años!
—Basta —dijo Alejandro con firmeza, aunque su voz volvió a apagarse—. No quiero discutir esto.
—¡Claro que no quieres! —Lucía se giró bruscamente hacia él—. Nunca quieres hablar cuando se trata de tu madre. Para ti es una santa, y yo soy la malvada que quiere perjudicarla. ¡Pero no es eso! ¡Quiero justicia! ¡Y quiero nuestra casa en el campo!
Alejandro guardó silencio. Sus hombros se tensaron, la mirada perdida en el suelo. Lucía conocía esa expresión. No iba a discutir. Se quedaría callado, como siempre. Y en unas horas, se iría como si nada hubiera pasado.
—Vale… —murmuró—. Voy a dormir.
Y se marchó, dejándola sola en medio de la habitación.
Lucía se quedó junto a la ventana, mirando el cielo oscuro. Las estrellas titilaban, frías e indiferentes. Sabía que, hasta que Alejandro no tomara una decisión, nada cambiaría. Estaba demasiado acostumbrado a ser hijo como para ser marido. Y amaba demasiado a su madre como para escuchar a su mujer.
***
La mañana trajo café, un paseo rápido y una pesada sensación de fatiga. Lucía salió a la calle, esperando que el ejercicio le aclarara la cabeza. A veces corría para olvidar. Otras, para entender. Hoy era lo segundo.
Cuando regresó, Alejandro ya se preparaba para el trabajo. Su rostro estaba algo más suave, pero no del todo.
—Mira, Lucía —comenzó, ajustándose la corbata—, hablaré con mi madre. Te lo prometo.
Lucía se detuvo, estudiándolo.
—¿De qué exactamente vas a hablar con ella? ¿De que deje de gastar nuestro dinero? Sabes que es inútil. Sabe justificarse mejor que ningún político.
—Lo intentaré —seguía esquivando su mirada—. Quizá esta vez sí sea algo importante. No lo pregunté.
—Claro. Siempre es importante. Sobre todo si son sus caprichos —Lucía suspiró, sintiendo crecer dentro de sí esa fatiga habitual.
—Bueno, me voy. Hablamos esta noche —le dio un rápido beso en la frente y salió.
Lucía se quedó sola. En el piso, un silencio denso y pesado se instaló.
***
Se conocieron en una fiesta de un amigo común. Entonces todo era distinto. Alejandro era atento, seguro, algo romántico. Lucía estaba llena de energía, ideas y fe en el amor. Se complementaban como el día y la noche.
Conocieron a Carmen Fernández antes de la boda. Una mujer estricta pero inteligente, con una mirada penetrante y una voz capaz de imponerse con solo un cambio de tono.
—Espero que hagas feliz a mi hijo —le dijo entonces, escudriñando a Lucía—. Él es especial.
En ese momento, Lucía pensó que era solo el cariño de una madre. Ahora entendía que era una advertencia.
Tras la boda, se mudaron a su propio piso. Carmen se quedó sola. Y cada mes, sus llamadas eran más frecuentes. Al principio parecía normal: ayudar a un familiar. Pero con el tiempo, la ayuda se convirtió en obligación.
Una vez, Lucía estuvo en casa de su suegra cuando esta le contaba a una vecina que su hijo le había regalado una lavadora nueva con secadora y todas las funciones.
—La vieja hacía ruido —decía con una sonrisa satisfecha—. Alejandro enseguida decidió que había que cambiarla.
Lucía se encogió por dentro. La vieja funcionaba perfectamente. Solo que Carmen quería algo nuevo. Y, por supuesto, lo pagó Alejandro.
Desde entonces, Lucía empezó a entender: su suegra no solo pedía ayuda. Controlaba a su hijo.
Decidieron actuar con astucia. Dejaron de contarle sus planes. Poco a poco, sin aspavientos, empezaron a ahorrar para una casa. Y cuando por fin tuvieron suficiente para la hipoteca, lo hicieron rápido: sin fiesta, sin anuncios. Solo llaves, sonrisas, esperanza.
Pero en la fiesta de la casa nueva, Carmen apareció. Y lo primero que dijo fue:
—Vaya, podíais haberme avisado, Alejandro. Os habría ayudado.Y al final, comprendieron que la verdadera felicidad no estaba en los metros cuadrados ni en las posesiones, sino en aprender a poner límites y elegirse el uno al otro, cada día, sin condiciones.