«¡Qué harta estoy de ti!» — casi le grito a la cuñada de mi marido, pero me contuve. Y ella, como si nada, llegó otra vez con su maleta para quedarse el fin de semana…
Me llamo Lucía, tengo treinta y nueve años. Llevo doce casada con Álvaro. Tenemos una familia más o menos estable, un hijo que va creciendo, en teoría todo va bien. Pero hay un *pero* que lleva años amargándome la vida: su hermana, Sofía.
Sofía es ocho años mayor que Álvaro. Nunca se ha casado, no tiene hijos. Vive sola en una casa justo enfrente de la nuestra y… básicamente vive también aquí. No exagero. Aparece en nuestro piso como una sombra: silenciosa, insistente y todos los días. A veces me parece que las llaves de nuestro portal le salen de la bolsa sin más.
Al principio intenté ser educada, incluso cariñosa. Bueno, era la hermana de mi marido, familia al fin y al cabo. Pensé: vendrá, charlamos, tomamos un café y se irá. Pero venía todas las noches. Y los fines de semana. Y en vacaciones. E incluso cuando invitábamos a otra gente. Hasta cuando estaba enferma, ahí estaba ella.
Sofía es una persona sin filtro. Siempre tiene algún comentario: cómo cocino, cómo educo a mi hijo, cómo me visto. Que si hablo poco, que si me río demasiado, que el pastel está seco o que la casa «no está impecable». Y lo peor: no pide, ordena. Y yo me lo trago. Porque odio los líos. Porque Álvaro me dice: «Lucía, aguanta un poco, está sola, no tiene a nadie más que a nosotros».
Aguanté. Pero la paciencia no es infinita.
Sofía trabaja de contable en una empresa privada. Sale antes que yo del trabajo y… viene directa a casa. Llego y ya está en el sofá, la tele puesta, el gato escondido bajo la cama. Mi hijo enganchado al móvil. Y ella, como si fuera la dueña de la casa. La cena esperando. O, más a menudo, yo esperando a que deje el baño. Cena con nosotros, luego se pasa horas contando sus «aventuras» en Hacienda, que nadie escucha. Y al final se va. A veces se queda a dormir, porque «le da miedo la tormenta» o «la calefacción no le funciona bien».
Cuando queríamos irnos de viaje, Sofía venía con nosotros. Da igual si soñaba con un fin de semana solo con mi marido. Da igual si él me había prometido llevarme a la costa por mi cumpleaños. Sofía estaba ahí. En nuestra habitación. Durmiendo en la cama de al lado. Y todo, pagado por Álvaro. Eso sí, ella gana bien su sueldo, ahorra, según dice, «para cuando lleguen las vacas flacas». Pero parece que piensa que esas vacas flacas soy yo.
Y la madre de Álvaro, encima, me acusa de desagradecida. Que Sofía no es una extraña, que solo está sola y nos necesita. Y entiendo que no tenga familia ni hijos. Pero ¿por qué tengo que pagar yo con mi comodidad?
Una vez le dije a Álvaro sin rodeos:
—Estoy harta. No respeta nuestros límites. Está en todas partes. ¡Es insoportable!
Él solo se encogió de hombros:
—¿Y qué quieres que haga? Es mi hermana…
Hace poco llegó el colmo. Fuimos al teatro, solo nosotros dos. Tuve que robarle esa noche, pedirle a una amiga que cuidara del niño. Apenas nos sentamos en las butacas… llamada de Sofía.
—¿Dónde estáis? ¿Por qué no me habéis avisado? ¿Es que ya no cuento para nada? — gritaba por el teléfono.
Y dos días después, otra vez aquí. Con su bolsa. Con su camisón. Con su serie favorita. Y soltando: «Tengo el finde libre, he pensado pasarlo con vosotros».
Me quedé en la cocina, agarrada al borde de la mesa. Casi me pongo a gritar. Pero me callé. Y algo se rompió por dentro.
No sé cómo decirle a Álvaro que no puedo más. Que necesito una casa sin una tercera persona adulta. Sin consejos constantes. Sin dramas. Sin Sofía.
Y me da miedo que, si nada cambia, algún día tenga que irme yo. Para volver a respirar tranquila. Porque ni siquiera el amor aguanta cuando hay otra vida metida entre tu marido y tú. Demasiado ruidosa. Demasiado pegajosa. Demasiado ajena.