¿Qué haces, abuelo, aquí? ¿Te da por dar la vuelta? A tu edad, yo me quedaría en casa.
Yo, Antonio García, ajusté la espalda lo mejor que pude y empujé la gorra un poco más sobre la frente. El viento helado me cortaba las mejillas, pero no me alejé del sitio. Allí, al borde de la carretera que une Madrid y Toledo, sostenía en una mano la pesada red de rafia, y con la otra la tenía levantada, dispuesta a detener cualquier coche que quisiera llevarme a la ciudad.
No era la primera vez que recorría ese tramo. Desde que mi esposa, Almudena, ingresó en el Hospital Universitario La Paz, me había habituado al polvo, a la impaciencia y a la espera. Pero aquel día algo latía distinto.
Almudena se había despertado más débil que nunca, cuando la enfermera llamó a la puerta. Le dijeron que no estaba bien, que necesitaba que la visitara, que estuviera a su lado. Cuando alguien te dice sería bueno que vinieras, sientes que el suelo se te escapa bajo los pies.
Salí de casa sin pensarlo dos veces. Cogí la red en la que había guardado una camisa limpia, una toalla, unas frutas y una botella de compota de cerezas que Almudena había preparado años atrás. Siempre la había guardado para cuando yo estuviese enfermo, Antonio.
Ahora, esa compota era mi forma de decirle que no la había olvidado, que recordaba cada uno de sus cuidados, cada tarro que ella había puesto con manos temblorosas en la estantería.
Los coches pasaban de vez en cuando, pero ninguno se detenía. Algunos miraban a través de la red como si fuera un árbol seco a la vera del camino, no a un hombre con el alma cargada. Otros estaban pegados al móvil. Otros reían, apurados hacia vidas en las que no había tiempo para observar a un anciano con una red.
En un momento, un coche frenó. Sentí el corazón retorcerse. Ya está, me ha cogido, pensé. Di un paso adelante, apretando la red contra el pecho. El cristal se bajó y, justo enfrente, apareció una cara joven, medio sonriendo.
¿Qué haces, abuelo, aquí? ¿Te da por dar la vuelta? A tu edad, yo me quedaría en casa.
El tono era jocoso, pero la burla caló hondo. Abrí la boca para contestar: No estoy paseando, voy a ver a mi mujer enferma, pero el joven ya había subido la ventanilla y pisado el acelerador. El coche se alejó, dejándome sólo una nube de polvo y un silencio pesado.
Durante unos segundos, sentí que todo el trayecto me había golpeado en el pecho. Miré mis manos nudosas, mis botas gastadas, la vieja red.
Tal vez luzco como alguien que ya no tiene nada que buscar por la carretera me dije, con un nudo en la garganta.
Entonces recordé los ojos de Almudena. La forma en que me buscaba con la mirada en el pasillo del hospital, entrando cada vez que llegaba, como preguntando: ¿Has venido? ¿Estás aquí?. Más allá de arrugas, años y cansancio, en sus ojos seguía ese joven que había conocido en las fiestas del pueblo, hace mucho tiempo.
Nuestro amor no medía kilómetros ni arrugas; solo latidos.
Me quedé allí. No me voy, Almudena pensé. Te esperabas en mí. ¿Cómo no ir?
El tiempo avanzaba despacio. Los nubes se amontonaban en el cielo, tiñéndolo de un azul sucio. El viento se hacía más fuerte. Ajusté el abrigo, escuchando los huesos crujir de frío y de los años, pero no me moví.
A veces un coche pasaba con los faros encendidos, iluminando mi cara cansada por un segundo, para luego devorarme de nuevo en la oscuridad.
Recordé todas las veces que Almudena cuidó de mí. Cuando llegaba cansado del campo y ella tenía la mesa puesta, con el aroma a pan recién horneado. Cuando yo enfermé y ella no dormía, preparando infusiones y poniendo compresas en la frente. Cuando me regañaba por no preocuparme y yo solo reía: Tranquila, viejo, que nada me va a tumbar.
Ahora ella era la que estaba abatida. Yo, con toda la impotencia de la edad, quería al menos estar allí, tomarle la mano. No tenía medicinas, ni estudios, ni fuerza. Sólo amor. Y a veces, el amor es el único remedio que queda.
Ya casi era noche cuando, al fin, un coche se detuvo. Los faros me cegaron por un instante. La puerta se abrió y una figura en bata blanca, con chaqueta encima, descendió.
¿Señor Antonio?
La voz me resultó familiar.
Sí yo respondí, vacilante.
El doctor Pérez, el médico que atendía a Almudena, me miraba con una mezcla de sorpresa y tristeza.
¿Qué hace aquí, con este frío?
Voy a Almudena no había nadie que me llevara y ya no tenía paciencia
El doctor suspiró hondo. Me había visto mil veces en los pasillos del hospital, con mi red de rafia, sentado en una silla, con la vista fija en la puerta del salón. Lo había visto fruncir el ceño cuando el estado de Almudena empeoraba y sonreír cuando la enfermera le decía hoy va un poco mejor.
Sube, por favor. No lo dejaré aquí.
Con respeto, como si fuera el paquete más preciado, tomó la red de mis manos y abrió la puerta del coche.
¿A mí? dije, incrédulo.
A usted, señor Antonio. Yo también voy al hospital. Le acompañaré.
Al subir al coche, sentí el calor envolverme como un abrazo. Por primera vez ese día, dejé que las lágrimas fluyeran en silencio mientras miraba por la ventanilla.
El doctor no me preguntó por qué no había tomado el autobús, ni por qué había esperado tanto bajo el viento. Sabía que, a veces, las preguntas hieren más que el frío.
Doctor empecé. Quería que supiera que Almudena habla mucho de usted. Dice que tiene buenas manos
El doctor sonrió levemente.
Tiene un buen corazón, por eso ve el bien en todo.
El resto del trayecto transcurrió en silencio. Apretaba la red contra el pecho y, de vez en cuando, pasaba la mano por el borde de la chaqueta para secar una lágrima. Pensaba que quizá Dios no me había abandonado. De entre todos los coches que pasaron sin detenerse, aquel que llevaba al cuidador de Almudena fue el que se detuvo.
Al llegar al hospital, al entrar en el largo pasillo luminoso con la red en la mano y pasos pequeños, sentí que ya no era sólo un anciano desamparado al borde del camino. Era un marido que cumplía su promesa: Iré a ti, pase lo que pase.
Al entrar en el salón, Almudena me vio al instante. Sus ojos cansados se iluminaron, como cuando me esperaban al volver del campo.
Has venido susurró.
He venido, mujer ¿Cómo no ir?
Le puse la red a sus pies y le saqué el tarro de compota de cerezas que había guardado tantos años.
Te traje la compota de cerezas, ¿la recuerdas? Esa que guardé para cuando yo estuviese enfermo, Antonio. Ahora tú estás enferma, pero nos hacemos bien. Juntos.
Ella sonrió débilmente y una lágrima brilló en el rincón de su ojo, no de dolor, sino de gratitud. En ese momento, todo el frío de la carretera, todas las negativas, todas las palabras cortantes del joven conductor dejaron de importar.
Porque yo, Antonio García, había comprendido algo: el mundo está lleno de gente que pasa sin mirar, pero basta con una sola persona buena para sentir que Dios no te ha dejado en el borde del camino.
Y su amor por Almudena no necesitaba hacer autostop. Ella encontraba su propio camino, entre el frío, el cansancio y el tiempo. Y siempre llegaba al lugar donde debía estar: a su cama de hospital, a su mirada cansada y a su corazón que todavía latía por mí.
La próxima vez que veas a un anciano con la mano extendida al borde de la carretera, piensa que podrías ser tú o tus padres. Sé tú el coche que se detiene, no el que levanta el polvo.
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