Se dice que aquella noche, de la que aún guardo la huella en la memoria, debía ser la última. Yo, el gato de mirada cansada, me arrodillé ante la ventana de aquel viejo piso de la calle la Palma, y pensé que, si el destino me llevaba al final, que fuera allí, bajo la luz tenue que ofrecía el alféizar. Miré a la gata que había conquistado mi corazón, le deseé larga vida, y, hecho un pequeño ovillo, me dejé llevar por los sueños, sin intención de volver.
Había sobrevivido a tres inviernos seguidos; no es exageración decirlo. En la calle, tal resistencia es casi milagro: pocos gatos de patio logran pasar tantos años sin caer. Nací en una casa modesta de los barrios de la Ventilla, junto a mi madre, una gata que confiaba en los humanos. Pero la vida, como suele, cambió de golpe.
Los dueños, Don José y Doña Elena, perdieron la vida en un accidente de coche. Su hijo mayor, Antonio, que odiaba a los felinos y, peor aún, a su fiero perro guardián, Rayo, decidió deshacerse de los invitados indeseados. Sin pensarlo mucho, echó a toda la familia de gatos al patio.
El primer invierno fue una pesadilla. Ni la madre, ni los hermanos, ni las hermanas sobrevivieron. Algunos los devoró el hambre, otros los venció el frío, otros fueron atrapados por perros o atropellados por carruajes. Solo quedó uno: yo, un crícol con el pelaje rojizo.
Me encontró Manuel, el conserje del edificio. Decir que me recogió sería decirlo a medias: apenas me vio, arrancó al pequeño nudo de pelo de los brazos de la madre, lo llevó al sótano y lo acomodó junto a las tuberías calientes. Allí me alimentó durante todo el invierno.
Fue así como permanecí con vida. No recibí nombre; sólo me hacía escabullir por la ventana rota del sótano, aprendiendo la cruda escuela del gatuno sin techo: alejarme de los perros, esconderme de la gente, rebuscar en la basura y engañar al hambre.
El segundo invierno llegó solo. El conserje Manuel fue despedido por una borrachera; le sustituyeron a Ramiro, un hombre severo que ya no me alimentaba, aunque al menos no rompió la ventana. Con eso bastó: pasé otro año en el sótano, afilando mis garras para defender tanto la comida como la vida.
El tercer invierno resultó el más cruel. Todas las ventanas del sótano quedaron tapadas con cristal. ¿Dónde podía refugiarme? ¿Cómo escapar del helado aguacero?
Tuve que buscar otro escondite. Los sótanos estaban cerrados, pero en un patio encontré una fosa abandonada, excavada hace tiempo para una tubería de calefacción. Los tubos calientes surgían a la superficie, y la zanja, cubierta de arbustos densos, pasaba desapercibida para los vecinos.
Llené la fosa con trapos viejos y retazos de ropa, creando una especie de nido. Sobre mí se alzaban los balcones, y la nieve caía menos; sin embargo, el vapor de la tubería derretía la nieve y la humedad se colaba hasta los huesos.
Salí del invierno, pero como un espectro: esquelético, con el pelaje en jirones, los ojos siempre alerta. En la calle, la vejez llega pronto, y yo ya era considerado un gato anciano. Apenas recibía restos de comida, miserables migas.
Entonces descubrieron la fosa. Antes de las primeras lluvias otoñales, alguien la tapó, cansado de aquel bache feo.
Yo llegué, como siempre, a pasar la noche junto al tubo, y vi la tierra recién removida. Me senté frente a la pequeña colina y contemplé. Ese era, en esencia, mi sentencia de muerte. Comprendí al instante que no hallaría otro refugio semejante; los pocos que quedaban ya estaban ocupados por otros felinos.
Me instalé en un montón húmedo de hojas caídas, temblando de frío, pero manteniéndome en pie. Fue en ese estado, al borde de la rendición, que… me enamoré.
Sí, lo has leído bien: me enamoré. No alimentaba esperanzas; ella era una gata de una belleza deslumbrante, con el pelaje impecable, que vivía en un piso del primer piso de la calle del Sol. Le gustaba sentarse en el alféizar y contemplar la calle. Yo, desde abajo, la miraba. Dentro de mí, entre el crudo frío, algo se calentaba.
Un día, me armé de valor: trepé por un árbol, salté al amplio alero metálico bajo la ventana. Ese alero, que la familia había usado en invierno para guardar provisiones, ahora estaba vacío. Desde entonces, allí me sentaba, mirando a la gata a través del cristal, suspirando.
No le pedía nada, sólo admiraba. A veces ella bajaba a los platos de comida y yo tragaba saliva, no por envidia, sino por la vacuidad animal que llevaba dentro.
Decidí que, si la muerte me alcanzaba ese invierno, quisiera que fuera allí, al lado de su ventana. Me acurrucaré, la observaré y partiré sin temor, sino con calor.
Imaginaba la escena: un gato rojizo, delgado, pereciendo en su amado alféizar.
Un día, la dueña de la casa, Doña Carmen, me vio y gritó, agitando los brazos. Corrí, pero volví. Y volví otra vez.
El hombre de la casa, Don Luis, la vio y no me echó. Me miró a los ojos y allí leí esperanza, dolor, cansancio y el amor que sentía por su gata. No pudo echarme.
Al contrario, empezó a dejarme, en secreto, un trozo de carne, una hamburguesa, una salchicha, detrás de la ventana. Yo las devoraba. Una tarde, Don Luis se acercó al cristal, y yo, tembloroso, levanté la pata, la posé contra el vidrio y maullé.
La gata, al principio, miró al hombre, luego a mí. En sus ojos hubo sorpresa.
Sabes murmuró Don Luis, ella no quiere otro gato. Yo pedí un gatito ella lo rechazó.
Bajó la mano. Yo lo entendí. No había rencor. La casa no era para mí; era para gatos de raza, limpios, jóvenes, consentidos.
Aquella noche hacía un frío inusual. Empapado, helado, comprendí que ya no había sentido. Ni en las hojas, ni en la búsqueda de un rincón, ni en la eterna lucha por sobrevivir.
Si el final era inevitable, que fuera allí, junto al alféizar que miraba mi pequeña maravilla.
Así, quise que esa noche fuera la última. Miraría una vez más a la gata, le maullaría algo cálido, como un deseo de felicidad y larga vida, y desaparecería. Primero me comería el último trozo que el hombre me había dejado; cuando ella se retirara a su cálido nido, me acurrucaría junto al cristal y me adentraría en un sueño del que no hay despertar.
La nieve cayó de repente, y la gata, desde su ventanal, observaba cómo los copos blancizos giraban y se posaban sobre mi pelaje rojizo. Le divertía la danza de la nieve; sus ojos se iluminaban con aquel espectáculo. No imaginaba que esa belleza la estaba matando lentamente, que aquel hielo que atravesaba el cristal la congelaba por dentro.
Yo, poco a poco, me estaba endureciendo. La salchicha que había devorado hacía una hora mantenía un leve calor, pero se extinguía con mis últimas fuerzas. El viento me quemaba, el frío se metía en los huesos, y sentarme derecho se volvía imposible. Aún la miraba, pero ya sabía que no podía sostenerme mucho tiempo.
Me preparé para la despedida como si fuera el acontecimiento más importante de mi vida. Quería partir con dignidad: una última mirada a mi amada, un maullido suave, desearle años plenos y un destino cálido. El plan era sencillo: acabar el último bocado que Don Luis había dejado, esperar a que ella se encerrara en su hogar, y, en un ovillo junto al vidrio frío, cruzar al sueño del que nunca se vuelve.
El temporal de nieve empezó, y la gata, en su ventanal, seguía hipnotizada por la lenta danza de los copos. Le encantaba el blanco que caía sobre mi espalda. Para ella era un espectáculo hermoso, casi un juego. No sabía que tras esa coreografía se escondía la muerte. No comprendía que la nieve era frío, que el viento era dolor, que el hambre era tortura. No conocía la calle.
Yo, fuera, me estaba convirtiendo en estatua. La salchicha había dejado el último calor, pero se fundía. Cada respiración se hacía más pesada, mis patas se entumecían, la cola se endurecía. Miraba a la gata, pero mi cuerpo ya no respondía.
La gata seguía observando a su misterioso admirador, mientras yo ya no podía mantenerme erguido. Mis ojos se cerraban. Levanté la vista una vez más, puse mi nariz entumecida contra el cristal helado, sin esperar a que ella se fuera, y me convertí en un pequeño y apretado ovillo.
Mi cuerpo temblaba. El frío roía cada hueso. Intenté respirar por un lado, creando una mínima chispa de calor; pareció ayudar un instante, pero el frío era más fuerte, devorando mi vida lenta pero segura.
Entonces, de pronto, un extraño sosiego me invadió: ya no sentía el frío, una somnolencia suave me cubría como una manta. Decidí no resistirme; el final estaba cerca.
Abrí los ojos por última vez y la vi: ella, la misma por la que había trepado al alero, la que había mantenido viva cada día. «Qué bonito», pensé. «¿Qué puede ser mejor? Qué muerte tan ligera»
La cabeza se hundió, los ojos se apagaron. Sentí como si una mano amable me levantara, me acariciara, susurrara palabras tiernas. A mi lado estaba ella, la razón de mi latido, y juntos íbamos a una cálida fuente de alimento.
«Qué sueño tan bello», cruzó por mi mente.
La gata siguió mirando el manto nevado que se posaba sobre mí. Maulló, tímida, como preguntándose por qué no respondía. Golpeó el cristal con su patita, sin obtener respuesta. Maulló de nuevo, más fuerte, y después, con un golpecito violento, como gritándole al viento: «¡¿Por qué no respondes?!»
Mas el frío ya aprisionaba mi cuerpo; no podía oír. Me sumía en el silencio.
La nieve me cubrió como una sábana, convirtiéndome en un pequeño montículo blanco.
¿Qué está haciendo esa? refunfuñó la mujer que vivía allí. ¿Mirando la nieve?
Don Luis, al oír el clamor, se levantó del sofá, miró por la ventana y vio a la gata golpeando el cristal. Entonces, como si una luz se encendiera, recordó los ojos de su gata y los míos.
Se precipitó al patio, abrió la ventana, y encontró en el alféizar un pequeño cuerpo helado. Lo tomó, lo llevó al baño, donde el vapor y el agua tibia comenzaron a envolverlo. La gata se acercó, lamió sus patitas, y con el llanto propio de los felinos, pareció rezar.
Haré lo que pueda murmuró Don Luis, mientras masajaba el pequeño pecho del gato, intentando devolverle la vida. La mujer, en el umbral, observaba en silencio.
De pronto, el gato escuchó una voz lejana, como un llamado desde otro mundo. Se preguntó: «¿Por qué volver? Allí todo es paz, ¿por qué regresar al dolor?». Pero entonces oyó la voz de su amada. La voz que lo había mantenido vivo.
«No puede ser ¿está tan cerca?», pensó, intentando abrir los ojos. Lentamente, como si sus párpados pesaran una tonelada, los abrió y vio al hombre rojo de rostro encendido y a ella, viva, con los ojos rebosantes de alegría.
¡Hay comida! exclamó Don Luis, abrazando al gato empapado.
La gata saltó al suelo, giró, maulló de contento y se lanzó contra el felino.
¡Rápido, toalla, secador! gritó alzándose contra la mujer.
Durante un largo rato lo secaron con suaves toallas, lo calentaron con el secador, le hablaban palabras dulces. El gato, aturdido, no sabía si era sueño o realidad. La gata le olisqueaba la cara, se frotaba contra él.
Pensó: «Esto es demasiado bello para ser verdad. Vale la pena morir por algo así».
La mujer le sirvió un tazón de leche tibia. El gato tomó un sorbo y una ola de calor recorrió su garganta. Tosió, empujó el cuenco con la pata, y luego, con ambas patas, empezó a lamer con avidez.
Vivirá aseguró Don Luis con firmeza.
La gata se acomodó a su lado, apoyándose en él.
¿Cómo se llama? preguntó la mujer tras una pausa.
¿Cómo se llama? sonrió el hombre . Se llama Querido. Así, Querido.
La gata maulló, como confirmando el nombre.
Desde entonces, Querido vive en ese piso. Su pelaje brilla, su cola es esponjosa y majestuosa, sus ojos transmiten paz y gratitud. Juntos, la gata y él, se sientan en el alféizar y observan la calle. Querido rememora, a veces, lo que fue estar al otro lado del cristal; a veces suspira. Entonces ella roza su hombro y le susurra: «Ahora estás en casa. Ahora eres nuestro».
Y en la calle, siguen correteando los gatos que nunca fueron admitidos dentro. Siguen esperando, con la esperanza de sobrevivir a otro invierno.
Así se recuerda, bajo el eco de los recuerdos, la vida de un gato que amó hasta el último aliento, y la bondad inesperada de aquel hombre que, sin saberlo, le dio un final digno.







