¿Qué es ese vestido de *pueblerina*? mi hermana me humilló delante de todos. Mi «regalo» como respuesta la hizo salir corriendo
Imaginen la escena. Mi Lucía elegante, delgada como un junco, siempre a la última moda. Y yo pues una mujer normal. Con algún kilo de más, alguna arruguita aquí y allá. La vida sigue, ¿qué le vamos a hacer?
Cada encuentro con ella se convertía en una pequeña tortura. No lo hacía con maldad, claro, sino con sus «mejores intenciones». Se acercaba, me escudriñaba con esa mirada de rayos X y soltaba:
Mari, cielo, ¿ese vestido no te ensancha? Parece cosa de la abuela.
Ay, Mari, con ese peinado pareces cinco años mayor.
¡Chicas, mirad ese tono de pintalabios! ¡Hace diez años que nadie lo usa!
Y todo con una sonrisa dulce, como si me hiciera un favor. ¿Se lo imaginan? Como si me estuviera ayudando. Y yo, tras cada «comentario», me quedaba con el ánimo por los suelos, sin ganas de mirarme al espejo en una semana.
¿Duele? ¡Y tanto! Ya de por sí no soy una portada de revista, y encima mi propia hermana no para de hurgar en la herida.
Al principio lo aguanté, bromeaba, cambiaba de tema. Pero la gota que colmó el vaso fue el aniversario de mamá.
¡Me preparé tanto para ese día! Me compré un vestido nuevo, me arreglé el pelo, me maquillé. Me sentí como una reina, ¡de verdad!
Llegó la cena en el restaurante. Todos elegantes, risas, familiares reunidos. Y entonces, mi Lucía se acerca, me mira de arriba abajo y, bien alto para que todos oigan, suelta:
Mari, ¿en serio llevas eso puesto? Da vergüenza ajena Pareces la tía Remedios del pueblo. Podrías haberme pedido consejo, te habría ayudado a elegir algo decente.
Queridos, en ese momento sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. ¡Lo hizo delante de todos! Como escupirme en el alma. ¿Y qué ánimo de fiesta queda después de algo así?
Entonces, algo hizo *clic* en mí. ¡Basta ya de tragarme todo! Ahora me tocaba a mí. Y, créanme, me había preparado bien
No armé un escándalo. ¿Para qué? Respiré hondo, sonreí con mi mejor sonrisa y, de repente, la corté a medias.
¡Lucía, cariño! dije con voz alegre y clara. ¡Muchísimas gracias! De verdad, valoro muchísimo tu *sinceridad*. Eres toda una experta en señalar los defectos ajenos.
Ella incluso se ilusionó. Seguro pensó que la estaba alabando. La inocencia es así.
Y ya que eres tan *entendida* en todo continué, levantando una caja que había preparado, decidí hacerte un regalo.
Todos los invitados miraron curiosos. Le entregué una caja elegante, con un lazo. La abrió ansiosa, imaginando quizás perfumes o cosméticos.
Pero dentro, queridos, había un certificado impreso en papel de calidad. Una consulta privada con un reconocido psicólogo. El tema: *«Cómo mejorar tu autoestima sin menospreciar a los demás»*. Y, por supuesto, lo leí en voz alta, ¡que lo oyeran hasta en la cocina!
¡Toma, hermanita! añadí al ver su cara de sorpresa. Pensé que te vendría bien. Para que seas segura de verdad, sin necesidad de rebajar a los demás. ¡Dicen que es certero!
¡Había que ver su expresión! Primero, confusión. Luego, comprensión. Después, las mejillas se le pusieron más rojas que un tomate.
Un silencio pesó en la sala hasta que un tío soltó una carcajada. Y los demás le siguieron. Todos sus puyas, sus comentarios venenosos, ¡quedaron al descubierto! Quiso humillarme, y al final fue ella el hazmerreír.
El final fue rápido. Murmuró algo, agarró el bolso y salió escopetada
Y sí, nos reconciliamos. Al fin y al cabo, somos hermanas.
Pero desde aquel día, créanme, jamás ha vuelto a criticar mi aspecto. Ahora solo hablamos del tiempo. Y, ¿saben qué? Se agradece.
Ahí queda la historia. Si les ha gustado, ¡ya saben! Y cuéntenme en los comentarios: ¿les ha pasado algo parecido? ¡Compartan con amigas, si quieren!