«¡No tienes vergüenza! ¡Tú no tienes hijos y yo soy madre!» — así montó mi cuñada un escándalo en mi aniversario para no devolverme el dinero.
Mi treinta y cinco cumpleaños lo planeé tranquilo, sin mucho alboroto. Pero la vida, ya sabes, tiene maña para convertir hasta la fecha más simple en un drama de película. Un mes antes de la fiesta, me llamó Eugenia — la hermana de mi marido, con la que siempre tuve una relación tensa desde el principio.
—¿Dónde piensas celebrar tu cumple? — preguntó, como si ya estuviera haciendo las maletas.
—Aún no lo he pensado — contesté, algo despistada. Era pronto para hablar de eso, y más conociendo las mañas de Eugenia.
—Ah, entonces tienes dinero. Préstanos a Jorge y a mí quinientos euros. Es urgente, te lo devuelvo en dos semanas como mucho — suplicó con esa voz lastimera que siempre me pone los pelos de punta.
No me gusta prestar dinero, ni pedirlo. Menos a gente como Eugenia. Desde que nos conocemos, siempre intentaba sacarme algo: para los niños, para el piso, para electrodomésticos que supuestamente se le habían estropeado. Siempre le decía que no, con educación pero firmeza. Hasta aquel día.
—Los niños tienen fiebre, necesitan medicina — soltó, rematándome con el argumento sagrado.
Cedí. Le mandé el dinero por transferencia. Pasaron dos semanas, silencio. Un mes, ni una palabra. Entonces pensé: en el cumple, se lo recordaré yo.
Celebrábamos en una cafetería acogedora. Los invitados reían, brindaban. Pero yo no podía relajarme. Eugenia y su marido llegaron puntuales, charlaban, comían, como si nada.
—Le presté a tu hermana quinientos euros para medicinas. Dijo que los devolvería en dos semanas — le susurré a mi marido al notar mi tensión.
—No los verás — sentenció él sin pestañear. —A mí me debe trescientos desde hace cinco años. La conozco, ese dinero está perdido.
Aun así, quise hablarlo.
—Eugenia, hola. Gracias por venir. Quería hablar de… — empecé con cuidado, como pisando huevos.
—¡Todo está riquísimo! — me interrumpió, dándome un beso en la mejilla. —La comida está divina, sobre todo la ensaladilla rusa. ¿Me pasas la receta?
—Es por otra cosa. Hace un mes me pediste dinero prestado…
Eugenia se rió, echando la cabeza hacia atrás:
—¿Quinientos euros? ¿Cuándo te pedí yo tanto dinero? Tú siempre me decías que no, no me suena. ¿Te lo has inventado?
Me quedé asombrada.
—Te hice una transferencia, para las medicinas. Puedo enseñarte el comprobante si no te acuerdas — dije, sintiendo cómo me ardían las mejillas.
Eugenia palideció, pero se recuperó rápido.
—Ah, sí… Cierto. Es que no memorizo cosas que no me interesan — soltó, cruzando los brazos.
—Dijiste que lo devolverías en dos semanas. Ha pasado un mes, y me gustaría recuperarlo…
Y entonces estalló.
—¡¿Es que no tienes vergüenza?! — gritó tan fuerte que todos se giraron. —¡Mis hijos estaban enfermos, y tú me exiges el dinero! Claro, como tú no tienes hijos, no lo entiendes.
Me sentí como si me hubieran pegado. Eugenia iba a por todas.
—¿Y el regalo? ¡Te compramos uno que vale quinientos euros! Solo que se nos olvidó en casa. Así que estamos en paz. ¡No me esperaba esta tacañería!
—¿Qué regalo? No me habéis dado nada — susurré, desconcertada.
—¡Se nos olvidó! ¡Pero lo hay! — rugió. —¡Vámonos, Jorge! ¡Aquí no nos respetan!
Su marido terminó de comerse la alita de pollo, se limpió la boca con la manga y la siguió sin decir nada.
En cuanto se marcharon, mi suegra — Doña Carmen — se acercó. Me tomó del brazo y me llevó aparte.
—Tú te lo has buscado por prestarle. Yo a mi hija no le doy ni un céntimo. Si algo le doy, es sabiendo que no lo veré. Tus quinientos euros se convirtieron en el collar que lleva al cuello.
Se me cortó la respiración.
—Y nadie te compró ningún regalo. Puro cuento. Da gracias de que no pagaste con tu salud. Tómalo como lección de vida — dijo, guiñándome un ojo como si me hubiera dado la clave del universo.
Eugenia dejó de hablarnos. Pasaron ocho meses. Ni llamadas, ni mensajes. Hasta que, de pronto, se quejó porque no le felicité.
—Creía que al menos me mandaríais algo — me llamó, con reproche.
—¿No te llegó nada? — preguntó mi marido, fingiendo sorpresa. —Mira la transferencia de octubre del año pasado. Quinientos euros.
—¡Qué gracioso! — bufó antes de colgar.
No volvimos a hablar. Nos vimos cinco años después, en el entierro de Doña Carmen. A los seis meses vendimos su piso y repartimos el dinero. Desde entonces, ninguno ha llamado al otro. Y, la verdad… se respira mejor.