Puse en su lugar a la insolente hermana de mi esposo.

— Mamá dijo que el restaurante está confirmado —Sofía hablaba como si no notara la tensión en la voz de Carmen—. Y lo del dinero… ¿Vosotros con Andrés ya habéis transferido todo?

Carmen guardó silencio unos segundos, buscando palabras, pero Sofía continuó:

—La suma no es grande, la verdad. Hasta pensé en añadir de mi bolsillo, pero con mis gastos… Ya sabes. Es para mamá, ¿no?

—Espera —Carmen la interrumpió, conteniéndose—. No habíamos acordado esto. Andrés no me dijo nada.

—Ay, tú sabes cómo es él, siempre olvida todo —rió Sofía, como si fuera algo trivial—. Le dije que os tocaba unos cuatro mil euros. ¿No es razonable para una ocasión así?

La frase sonó a decisión irrevocable. Carmen apretó el teléfono, sintiendo arder la indignación.

—¿Cuatro mil euros? —repitió lentamente.

—¡Sí, y hasta conseguí descuento! Incluye pasteles y servicio. Mamá estará encantada. Bah, no te preocupes, ya pagué el adelanto. Andrés dijo que vosotros cubriríais el resto.

Colgó sin esperar respuesta.

Carmen permaneció inmóvil, la garganta seca. Una idea resonaba: «Siempre lo mismo: dar sin recibir».

***

En la cocina, el aire vibraba como una cuerda tensa. Andrés abrió la nevera, sacó una cerveza y, sin mirarla, murmuró:

—Sofi comentó que te negaste a dar dinero para el restaurante.

Carmen se quedó helada.

—¿Negarme? ¿Eso dijo? —Se levantó, conteniendo temblores—. ¡Ni siquiera lo supe hasta que ella llamó!

Andrés se volvió, frunciendo el ceño.

—No exageres. Lo hace por mamá. No cumple ochenta todos los años.

—¿Y está bien que decida por nosotros? ¡Cuatro mil, Andrés! —bajó la voz, recordando a su hijo dormido—. ¿Te parece normal?

Él encogió los hombros.

—Es nuestra madre. Sofía se ha partido la cara organizándolo.

Carmen resopló.

—Claro, partirse la cara… con nuestro dinero. ¿Por qué accediste sin consultarme?

—Deja ya el drama —esquivó su mirada, llenando un vaso—. Ella solo quiere ayudar.

—¿A quién? ¿A mamá o a sí misma? —Carmen apretó los puños—. No aguanto más. Pide, exige, desaparece… Y tú la justificas.

Andrés observó su bebida, mudo.

—¿Qué quieres que haga? Habla con ella tú.

—Ya lo hice —cortó ella—. Dijo que era «nuestra obligación».

—Quizá tiene problemas que no entendemos —murmuró él.

—¿Problemas? ¡Nos usa, Andrés! Y tú colaboras.

La discusión se ahogó en silencio. Él salió de la cocina, dejándola sola.

***

La llamada llegó al amanecer. Carmen contestó con desgana.

—¡Hola, Carmencita! ¿Tienes un momento? —la voz de Sofía sonaba alegre—. Necesito un favor. Mi vecina y yo iniciamos una tienda online. ¡Es el futuro! Pero necesito pagar unos trámites… ¿Me prestas tu tarjeta un par de días?

Carmen tardó en reaccionar.

—¿Mi tarjeta? ¿En serio?

—¡Sí! Soy cuidadosa, lo devolveré todo.

—No.

El silencio pesó.

—¿Me niegas ayuda por… esto? —Sofía fingió indignación—. ¡Somos familia!

—Justamente por eso —Carmen cerró los ojos—. Adiós, Sofía.

Colgó, sintiendo rabia y alivio. Esa noche, cuando Andrés llegó del trabajo, el conflicto estalló.

—Tu hermana pidió mi tarjeta —anunció ella.

Él dejó las llaves, evasivo.

—¿Y?

—Le dije que no.

—¿Por qué no ayudaste? —gruñó—. Es sangre mía.

Carmen inhaló hondo.

—¿Ayuda o abuso? Ya pagamos su coche, el viaje a Valencia… ¿Hasta cuándo?

Andrés apartó la mirada.

—Exageras. Solo pidió un préstamo.

—¡No es normal! —levantó la voz—. Si no pones límites, lo haré yo.

Él salió, refugiándose en el salón.

***

La reunión familiar fue en Madrid. Tíos, primos, abuelos… Sofía, radiante, contaba su «emprendimiento» entre risas. Carmen observaba, impasible.

—¡Invertimos cada céntimo nosotras mismas! —declamó Sofía—. Es difícil, pero…

Carmen tosió, seca.

—¿Invertir… o usar tarjetas ajenas?

El murmullo cesó. Sofía palideció.

—¿Qué insinúas?

—Me pediste mi tarjeta. Y Andrés te dio dinero para el coche. ¿Lo devolviste?

—¡Son tonterías! —Sofía forcejeó por sonreír—. No armes escándalo.

—No son tonterías —Carmen, firme—. Vives a costa de los demás.

—¿Y tú? —Sofía alzó la voz—. ¡Solo sabes criticar!

—Criticar… o dejar de permitir que nos arruines —Carmen se levantó—. Basta, Sofía.

La hermana huyó, golpeando la puerta. Andrés la siguió, reproche en la mirada.

—¿Era necesario? —susurró.

—Sí —respondió Carmen—. Por nosotros.

Él no volvió esa noche. Un mensaje llegó al alba: «Necesito espacio».

Carmen, en el sofá, sabía que había hecho lo correcto. Pero el sabor a triunfo le quemaba como derrota.

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MagistrUm
Puse en su lugar a la insolente hermana de mi esposo.