«Puedes pensar de mí lo que quieras, pero no podrás demostrar nada» amenazó la suegra, colocando a su nuera ante una difícil decisión.
«Bueno, Mariela, escucha con atención. Puedes creer lo que te plazca, pero no tienes pruebas. No hay testigos, y Adrián me cree. Así que, si quieres seguir en esta familia, tendrás que aceptarlo: limpiarás, cocinarás y te callarás. ¿Entendido?»
Mariela se había casado con Adrián años atrás. Poco después, nació su hijo, Daniel, que ahora tenía seis años. Ambos trabajaban duro para mantener a la familia sin caer en la pobreza.
Vivían modestamente, pero en armonía: Mariela llevaba la casa, cuidaba al niño y trabajaba como contable en una pequeña empresa, mientras Adrián era ingeniero. Todo parecía ir sobre ruedas.
Hasta que un día, a la madre de Adrián, Leonor, le diagnosticaron una enfermedad cardíaca que requería cuidados constantes. Tuvo que dejar su trabajo y desde entonces dependía completamente de su hijo.
Mariela hacía lo posible por ayudarla: después del trabajo, le llevaba bolsas de la compra, le preparaba caldos. A veces llevaba a Daniel porque no tenía con quién dejarlo. Otras veces, era Adrián quien visitaba a su madre.
Al principio, todo parecía normal. Pero con el tiempo, la tensión creció. El dinero desaparecía más rápido: medicinas, tratamientos, comida especial. Adrián daba parte de su sueldo a su madre sin cuestionarlo, y Mariela lo aceptaba. Pero pronto notó que no llegaban a fin de mes. Y Adrián, ciego, no veía el problema.
Los zapatos de Daniel se rompieron, las actividades extraescolares subieron de precio, la lavadora dejó de funcionar. Todo se torcía. Hacía años que Mariela necesitaba un abrigo nuevo, pero solo escuchaba a su marido decir:
«Aguanta. Lo primero es mamá.»
Y ella callaba, pensando que la salud era lo más importante. Pero dentro de ella crecía un peso insoportable. No sabía cuánto duraría aquello.
Un día, al salir antes del trabajo por un festivo, Mariela escuchó algo que la dejó helada.
Había recibido una prima inesperada, pequeña pero bienvenida. Imaginaba una velada íntima con Adrián: vino, queso, fruta como antes de tanto agobio.
Con esa ilusión, compró verduras frescas y leche. «Se lo llevaré a Leonor y luego a casa», pensó.
Tenía llave de su casa, así que entró en silencio. Desde la cocina, oyó una voz. Primero creyó que era la televisión, pero al acercarse, se paralizó.
Leonor estaba junto a la ventana, un cigarrillo en la mano, hablando por teléfono:
«Claro que seguiré fingiendo decía con voz ronca. Adrián me ayuda, y Mariela baila a mi son. No renunciaré a esto. Gracias, Verónica, por el informe médico.»
A Mariela se le nubló la vista. Las palabras sonaron como un golpe. Retrocedió, chocando contra el marco de la puerta, y la bolsa se le escapó de las manos. Los tomates y manzanas rodaron por el suelo.
Leonor se giró bruscamente.
«¡Mariela! ¡Espera, puedo explicarlo!»
Pero Mariela ya salía corriendo, bajando las escaleras sin pensar. Llegó a la parada del autobús sin recordar cómo.
¿Vino? ¿Velada? Camino a casa, solo una idea la obsesionaba: «Un año nos engañó todo este tiempo. ¿Estuvo enferma siquiera?»
Esa noche, cuando Daniel se durmió, Mariela llamó a Adrián a la cocina. Él se sorprendió normalmente, ella estaba exhausta pero algo en su actitud había cambiado.
«Adrián, necesitamos hablar.»
«¿Qué pasa?»
«Es sobre tu madre.»
«¿Otra vez con el dinero? Tenemos suficiente. Exiges demasiado. Quizá deberías dejar el trabajo y cuidar de ella.»
«¿Cuidarla? ¿Sabes que Leonor está perfectamente? ¿Que quizá nunca estuvo enferma?» estalló Mariela, sin poder contenerse más.
«¿Qué dices?»
«No lo invento. Pero tu madre Hoy la encontré fumando. Le hablaba a una tal Verónica, que le falsificó un informe.»
Adrián palideció.
«Espera Verónica es su amiga. Trabaja en el ambulatorio»
«Exacto.»
Se pasó una mano por la cara.
«No puedo dudar de ti ¿Pero mi madre? ¿Haría algo así?»
«Parece que sí dijo Mariela con calma. Y el dinero nos alcanzaba porque mi padre nos ayudaba en secreto. ¿Pensaste que la chaqueta de Daniel salió de la nada?»
Adrián calló, respirando entrecortado. Perdía el control de la situación.
«Iré mañana a verla.»
«Ve. Pero no la llames antes.»
«¿Por qué?»
«Para que no tenga tiempo de ocultar las pruebas.»
Mariela se levantó y se encerró en el baño.
Al día siguiente, Adrián no podía concentrarse en el trabajo. Las palabras de su esposa, la imagen de su madre No paraba de mirar el reloj hasta que, al mediodía, fue a casa de Leonor.
Al abrir con su llave, todo parecía normal: limpio, flores frescas, ningún rastro de humo.
Su madre estaba en la cocina, ojeros







