**Diario de un Hombre**
Cuando Lucía se casó, estaba segura: era el amor de su vida. Adoraba a su marido, Javier, y se esforzaba por ser la esposa perfecta, aquella en la que siempre se podía confiar, la que nunca fallaría.
Lucía era de esas personas imposibles de no querer. Amable, abierta, con una sonrisa luminosa, siempre dispuesta a ayudar. Hasta a su suegra, Carmen López, la atendía sin descanso. Si Carmen llamaba quejándose de dolor de espalda o cansancio, Lucía corría a su casa: limpiaba, cocinaba, hacía la compra.
—Qué suerte tengo contigo, cariño— suspiraba Carmen—. Mi hijo no es de mucha ayuda, no espero nada de él. ¡Los hombres son así! Siempre quise una hija, pero el destino me dio a ti.
A Lucía le halagaban esas palabras. Se esforzaba aún más para no defraudarla. Y, en cierto modo, Carmen tenía razón: Javier apenas ayudaba, ni en casa ni con su madre.
Pero no era solo eso. Para él, las tareas domésticas no eran cosa suya. A Lucía, en principio, no le importaba, le gustaba cuidar el hogar. El problema era que, aunque él no hacía nada, siempre tenía algo que criticar: el suelo no estaba lo suficientemente limpio, la sopa le faltaba sal.
Con el tiempo, los reproches empeoraron. La acusaba de gastar demasiado en sí misma, aunque no era cierto. Lucía tenía su propio sueldo y nunca le pidió dinero para sus cosas.
—¿Cuánto te cuesta el esmalte de uñas?— preguntaba con sorna.
—Quince euros— respondía ella, casi disculpándose.
—¡Quince euros al mes!— se indignaba—. ¡Podríamos ahorrar para el coche!
—Pero tú gastas en el gimnasio— replicaba tímida.
—¡Eso es diferente! ¡El deporte es salud! ¡Tus uñas son un capricho!
Las quejas no paraban. Luego le molestó que Lucía quedara una vez al mes con sus amigas en una cafetería. Nada especial, solo charlar, pero a él le irritaba.
—¿Para qué sales sin tu marido?— refunfuñaba—. Quédate en casa.
Lucía era paciente, pero hasta su bondad tuvo límite. Las peleas eran diarias, el cariño se esfumó. Tras tres años de matrimonio, pidió el divorcio. Javier se resistió, no por amor, sino por costumbre de imponer sus normas. Pero Lucía ya no podía más.
Finalmente, se separaron. Apenas Javier recogió sus cosas, sonó el teléfono. Era Carmen.
—Lucía, ¿cómo has podido?— lloriqueó—. ¿Un divorcio tan rápido?
Lucía suspiró. Explicarse era lo último que deseaba, pero respondió:
—No fue rápido, Carmen. Todo llevaba a esto. Intenté salvar nuestro matrimonio, pero Javier no cede. Sus reproches constantes… Estoy agotada.
—¡Pero qué pareja tan bonita erais!— sollozó la suegra—. ¡Y te quiero tanto! ¿Qué haré sin ti?
Lucía, que necesitaba apoyo, notó cómo Carmen cambió el tema hacia sí misma.
—¿Sin mí?— dijo suavemente—. Podemos seguir en contacto. El divorcio no significa que no nos veamos. Llámame si necesitas algo.
—¡Ay, eres un cielo!— se alegró Carmen—. ¿Así que no es un adiós?
—Claro que no.
El divorcio fue duro. Javier, herido en su orgullo, no aceptaba que lo dejaran. Pero con el tiempo, todo se calmó. Lucía respiró aliviada. Él la había agotado tanto que el amor murió. ¿Acaso él fingió ser quien no era? ¿O ella lo idealizó?
Comenzó una nueva vida. Bloqueó a Javier para evitar intrusiones. Él no insistió, pero Carmen no la soltaría fácilmente.
Una semana después, llamó:
—Lucía, ¿cómo estás?
—Bien— respondió ella por educación—. ¿Y usted?
—¡Ay, fatal! La presión alta, apenas puedo caminar. Le pedí a Javier que me trajera medicinas, pero se negó. No sé cómo llegará a la farmacia…
Lucía entendió la indirecta. Era buena persona y no la abandonaría.
—Voy yo— dijo—. Dígame qué necesita, en una hora estaré allí.
—¡Mi salvación!— exclamó Carmen—. Sabía que podía contar contigo.
Tuvo que posponer sus planes, comprar las medicinas y pasar dos horas escuchando quejas. Pero su esperanza de que las llamaciones fueran esporádicas se desvaneció. Carmen empezó a pedirle favores constantes: la compra, limpieza, incluso que la llevara al centro comercial. Un día, Lucía estalló:
—¿Por qué no le pide ayuda a Javier?
Carmen balbuceó excusas, y Lucía se sintió culpable. “Está mayor, no debo ser egoísta”, pensó.
Así, veía más a su suegra que a su propia madre. Si Lucía no podía acudir, Carmen se hacía la víctima hasta que cedía.
“Somos responsables de quienes ayudamos”, decía el refrán. Lucía había prometido colaborar, pero no esperaba que su generosidad se explotara así.
Todo terminó cuando Carmen, sin saber que la llamada seguía abierta, comentó con su hermana:
—¿Y? ¿Aceptó?
—¡Claro!— rió Carmen—. ¿A dónde va a ir?
—No entiendo cómo lo haces— dijo la hermana—. Se divorció de tu hijo, pero sigue a tus pies.
—Es que es ingenua— respondió Carmen—. Quiere complacer a todos. Hasta estoy contenta del divorcio; mi hijo merece alguien más lista. Esta me sirve para ayudarme. ¿Para qué molestarlo a él?
Lucía, indignada, colgó. Al día siguiente, Carmen esperó en vano. Tras docenas de llamadas, Lucía fingió confusión:
—¡Perdone, me quedé dormida! Ahora mismo salgo.
—¡Llevamos horas esperando!
—¡Ya llego! Mire bien, estoy en la puerta… ¿No me ve? ¡Qué raro! Ah, debe ser en el edificio de al lado…
Cuando las llamadas persistieron, Lucía envió un mensaje: *”Escuché todo. Por favor, borre mi número”*. Y la bloqueó.
Bebiendo su café, sintió un alivio inmenso. Debió liberarse de Javier *y* de su madre antes. Ahora era libre. Y algo le decía que, por fin, la vida le sonreiría de verdad.
**Lección aprendida:** La bondad no debe ser sinónimo de sumisión. A veces, soltar lastres es el único modo de avanzar.