¡Puaj, qué asco!”, murmuraban los transeúntes al ver a la abuela tirada en el barro. Pero al escuchar las palabras del niño… ¡se quedaron helados!

**Diario de una reconciliación**
“¡Qué asco, vagabunda!” murmuraron los transeúntes al ver a la anciana tirada en el barro. Pero todo cambió cuando escucharon las palabras del niño.
¡Qué asco, vagabunda! dijo una joven, apartando a su hijo para que no se acercara.
Sin embargo, el niño, de unos cinco años, se soltó y corrió hacia la anciana. Se arrodilló, la miró a los ojos y dijo con voz clara:
¿Abuelita? ¿Eres tú?
Todos se quedaron en silencio.
La madre, atónita, intentó acercarse, pero el niño ya le tomaba la mano a la anciana.
Mamá, ¡es ella! La vi en el álbum de fotos sacó del bolsillo un cochecito de juguete arrugado y lo colocó a su lado. Tú me lo regalaste antes de que papá dijera que te habías ido lejos.
La anciana tembló. Sus ojos se llenaron de lágrimas y sus manos comenzaron a temblar.
Dieguito susurró. No me dejaron Llevo tantos años
¿Es mi madre? finalmente dijo la joven, arrodillándose a su lado. Me dijeron que habías muerto. Que nos habías abandonado.
Yo no los abandoné Me internaron en el hospital. Luego nos quitaron la casa. Después los busqué. Pero luego me dio vergüenza, miedo No sabía cómo serías ahora.
Los transeúntes ya no pasaban de largo. Algunos bajaban la mirada, otros sacaban un pañuelo. Uno trajo agua.
Vamos a casa, mamá dijo su hija, conteniendo las lágrimas. Por favor. Perdóname por no buscarte. Perdóname por no creer
La anciana asintió en silencio.
En ese momento, en medio del barro y la indiferencia, sucedió un milagro: una abuela desamparada, su nieto y su hija adulta se convirtieron en familia.
Pasó una hora.
La abuela, envuelta en la chaqueta de su yerno, iba en el asiento trasero del coche. A su lado, su nieto no soltaba su mano.
Te extrañé, abuelita. ¿Sabes hacer tortitas? preguntó él con seriedad.
Sí respondió ella, sonriendo por primera vez en años. Con manzana. Como a ti te gustan.
Su hija enjugó lágrimas furtivas mientras miraba por el retrovisor.
¿Sabías que vivía en este barrio? preguntó en voz baja cuando arrancaron.
Lo sabía. A veces venía al parque. Los veía pasear. Tenía miedo de acercarme. Pensé que no me perdonarías.
Yo no sabía vivir sin ti. Grité tanto cuando te fuiste Luego papá dijo que habías muerto. Que éramos mejor sin ti. Y yo le creí.
El coche se llenó de silencio, solo interrumpido por el ruido de las ruedas y la voz del niño:
Abuelita, tenemos un gato. Puedes ser su amiga. Solo no te asustes si muerde cuando tiene hambre.
Todos rieron. La tensión se disolvió en risas. La abuela reclinó la cabeza, como si por fin pudiera descansar.
Pasó un mes.
La casa olía a pan recién horneado. En el alféizar dormía el famoso gato mordelón. En la cocina, la abuela servía tortitas mientras su nieto las decoraba con nata y fresas.
Su hija se acercó y la abrazó por detrás.
Volviste.
Siempre estuve cerca. Solo que afuera.
Ahora estás en casa. Para siempre.
En esa simplezael té humeante, el delantal viejo, los dibujos en la neverahabía más felicidad de la que cabía en palabras. Simplemente existía.
La primavera llegó con sol y brotes nuevos. En el parque donde antes había una figura solitaria, ahora estaba ella, con un suéter limpio. Su nieto, en su bicicleta, reía:
¡Abuelita, mira, sin manos!
Ella sonreía. Sin vergüenza ni cansancio, con el alma.
Entre sus manos, agujas y lana verde. Tejía una bufanda para él. Y por sus mejillas arrugadas corrían lágrimas. No de dolor, sino de alivio.
La misma mujer que antes había dicho “¡Qué asco!” se acercó con una caja de pastel.
Yo estaba equivocada. Perdón.
No importa respondió la abuela. Yo tampoco me perdonaba. Pero ahora aprendo.
Los vecinos saludaban con respeto. Su hija salió con una manta:
Mamá, tápate, que hace brisa.
Gracias, cariño.
La abuela tomó la manta, pero miró a su hija. Agradecida. Por haberla dejado entrar. Por verla como persona.
Su nieto corrió y la abrazó:
Abuelita, ¿y si no te hubiera reconocido?
Ella sonrió y lo besó en la cabeza:
Pero me reconociste.
Y eso bastaba.
Pasaron seis meses.
Nina, como todos la llamaban ahora, daba clases de punto en el centro cultural. En la pared, una foto suya con su nieto: él con la bufanda verde, ella sonriendo de verdad.
A veces, de noche, despertaba asustada. ¿La echarían? ¿Sería un sueño?
Entonces iba a la cocina, se sentaba junto a la ventana y aparecían unos pies descalzos.
¿Otra vez tienes miedo? preguntaba su nieto, soñoliento.
Un poco admitía ella. Pasará.
Me quedo contigo. Para que sepas que estás en casa.
Se sentaban juntos, en silencio. A veces horas. Solo respirando. Y eso bastaba.
Un día llamaron a la puerta.
Era un hombre mayor con bastón. Cabello cano, ojos conocidos.
Nina
Nicolás
Supe que te encontraron.
Era él. Su marido. El padre de su hija. El que ocultó la verdad.
Ella lo miró fijamente, las manos apretadas.
No tengo excusas dijo él. Fui un cobarde. Pero todo este tiempo llevé tu foto en la cartera.
Su nieto asomó la cabeza.
¿Es el abuelo?
Sí respondió ella con calma. Pero ahora tú decides si quieres conocerlo.
El niño le tendió la mano.
Si la abuelita te perdona, yo también lo intentaré.
Nicolás lloró. Eran lágrimas de arrepentimiento. Tardías, pero sinceras.
Esa noche, Nina le dijo a su hija:
Gracias por enseñarme a vivir de nuevo. No solo a sobrevivir.
Tú nos enseñaste a nosotros. A todos.
Se abrazaron. No como compañeros de casa, sino como quienes, tras el dolor, eligieron volver a encontrarse.

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MagistrUm
¡Puaj, qué asco!”, murmuraban los transeúntes al ver a la abuela tirada en el barro. Pero al escuchar las palabras del niño… ¡se quedaron helados!