¡Provengo de una familia numerosa y humilde, pero nunca llegamos a esto!

Vengo de una familia humilde y numerosa, pero incluso en mi casa nunca vi algo así. Todos comemos en platos individuales, lavamos los trastes por turnos, y hace poco mis padres por fin compraron un lavavajillas. Por eso, cuando fui a casa de mi novio y vi cómo eran las cosas en su familia, me quedé completamente pasmada.

Mi novio, al que llamaremos Alejandro, me invitó a conocer a sus padres. Viven en un pueblo pequeño, en una casa acogedora con jardín. Me ilusionaba conocerlos, pues llevábamos saliendo varios meses y parecía algo serio. Su madre, a quien llamaré Carmen, me recibió con cariño: sonriente, preguntándome por mi vida, ofreciéndome té con un pastel casero. El padre de Alejandro, al que llamaré José, también era encantador—bromeaba y contaba historias de su juventud. En fin, la primera impresión fue excelente.

Pero luego llegó la cena, y ahí empezó lo insólito. Al sentarnos a la mesa, vi que solo había una olla grande con patatas, un cuenco de ensalada y un único plato hondo. Pensé que sería para compartir, pero no. Carmen tomó el plato, sirvió patatas con carne, añadió ensalada y… empezó a comer. Luego pasó el plato a José, quien hizo lo mismo. Después, el plato fue para Alejandro y finalmente a mí. Me quedé paralizada, sin saber cómo reaccionar. En mi casa cada uno tiene su plato, y jamás había visto que una familia entera comiera del mismo.

Intenté disimular mi sorpresa, pero debió notarse. Alejandro susurró: “Así es aquí, no te preocupes”. Pero, ¿cómo no preocuparme? Tomé un poco de comida, evitando pensar que ese plato había pasado por todos. Carmen, al ver mi incomodidad, dijo: “En casa lo hacemos así para ahorrar agua y no lavar tantos platos”. Sonreí cortésmente, pero solo pensaba: ¿Cómo pueden vivir así?

Tras la cena, imaginé que sería algo excepcional, pero no. Al lavar los trastes, descubrí que no tenían costumbre de hacerlo enseguida. Carmen solo enjuagó aquel plato y lo guardó. La olla y el cuenco recibieron el mismo tratamiento. Ofrecí ayudar, pero me dijeron que “los invitados no fregaban”. Fue amable, pero habría preferido lavarlo todo yo misma para asegurarme de que estuviera limpio.

Al día siguiente, otra rareza: José preparó tortilla para desayunar y tiró las cáscaras de huevo… al rincón de la cocina, donde ya había un montón de basura. Creí haberle oído mal cuando dijo: “Luego lo recogemos, no pasa nada”. Pero nadie lo hizo. El montón crecía: cáscaras de verduras, bricks de leche, servilletas usadas… Carmen explicó que lo limpiaban una vez a la semana para “no perder tiempo”. Yo, anonadada: en casa sacábamos la basura cada día y la cocina relucía.

Alejandro, al ver mi cara, intentó justificarlo: “Es nuestra costumbre, para nosotros es normal”. Pero yo no lograba entender cómo podía ser normal comer del mismo plato o vivir con basura en la cocina. No quise juzgar—era su casa, sus normas—, pero por dentro gritaba: ¿Cómo es posible?

A los pocos días volví a casa y respiré aliviada. Lo primero que hice fue abrazar nuestro lavavajillas y comer en mi propio plato. Seguí saliendo con Alejandro, pero decidí no quedarme más de unas horas en casa de sus padres. Él, por cierto, lo entendió e incluso admitió que a veces le daba vergüenza aquellas costumbres.

Esta experiencia me hizo reflexionar sobre lo distintos que somos en lo cotidiano. No digo que su forma de vivir sea incorrecta, pero no es la mía. Ahora, cuando hablamos de futuro, dejo claro: tendremos vajilla individual, sacaremos la basura a diario y el lavavajillas no es un lujo, sino una necesidad. Y saben qué? Él está de acuerdo.

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¡Provengo de una familia numerosa y humilde, pero nunca llegamos a esto!