—¿Eres Eva? ¿La esposa de Javier?
—Sí… ¿Y tú quién eres?
—Da igual. Lo importante es por qué he venido. Haz las maletas y lárgate de este piso. Javier y yo nos amamos, y se muda conmigo. ¡Él lo ha decidido!
Eva miraba atónita a la mujer plantada en su puerta un sábado por la mañana. La morena, de unos treinta años, desprendía una seguridad agresiva. Uñas impecables, maquillaje llamativo, chaqueta de cuero con tachuelas… Todo gritaba su deseo de impresionar.
—Perdona, ¿qué?
—¡No te hagas la tonta! —La desconocida entró sin permiso—. Javier está harto de tu autoritarismo. No para de decir que no le comprendes, que asfixias sus ideas de negocio. ¡Hace tiempo que tomó su decisión!
Siguió hablando, pero Eva ya no la escuchaba. Un zumbido llenaba sus oídos. ¿Javier? ¿El mismo que anoche cenó en esta cocina, pidió dinero para otro proyecto y la besó antes de dormir, murmurando lo maravillosa que era?
—Pasa —dijo con voz ajena—. Creo que tenemos mucho que hablar.
Su mundo se desmoronó y se reconstruyó en segundos. El dolor era inmenso, pero… era lo correcto.
—Me llamo Ainhoa —declaró la intrusa, desafiante—. Y no he venido a hablar, sino a echarte.
Eva entró en la cocina en silencio. Por primera vez en cinco años de matrimonio, su mente estaba heladamente clara. *¿Cómo pude ser tan ciega?* O quizá no ciega, sino engañada por sus propias ilusiones. Las gafas de color rosa se rompen, y los cristales siempre caen hacia dentro.
Recuerdos fragmentados acudieron a su mente: ella, una exitosa agente inmobiliaria con su propio piso en Madrid. Él, Javier, con un café con leche y una sonrisa irresistible en una cafetería de Lavapiés. Maletín gastado, traje barato, pero planes ambiciosos: *”Son dificultades pasajeras. Verás, llegaré lejos.”*
Y ella, derritiéndose por sus atenciones: flores modestas pero diarias, paseos románticos, una propuesta a los tres meses. Y él, justo después de la boda: *”Cariño, ¿me prestas diez mil euros? Es para invertir en un negocio seguro.”* Ella prestó. Una y otra vez. Mientras ella trabajaba sin descanso, él soñaba en grande… con otra.
El silencio llenó la cocina.
—Buena distribución —comentó Ainhoa, recorriendo el espacio con mirada de dueña—. Javi me dijo que eligió él el piso. Tiene buen gusto.
—Espera un momento —Eva volvió con una carpeta—. Mira esto. Escritura de compraventa, título de propiedad. Fíjate en la fecha. Tres años antes de conocer a Javier. Y en el nombre del propietario.
Ainhoa se humedeció los labios, inquieta.
—Pero él dijo… que tenía su propia agencia…
Eva abrió su portátil y accedió a su cuenta bancaria:
—Este es mi sueldo. Soy la agente inmobiliaria más valorada de mi empresa.
En la pantalla aparecían ingresos constantes y sustanciosos. Ainhoa se desplomó en una silla.
—Adivino: también te sacó dinero. ¿Proyectos millonarios?
—Invertí casi medio millón —murmuró Ainhoa—. Dijo que en un mes tendría beneficios…
—¡Y los tendrá! —interrumpió Javier desde la puerta—. ¡Con intereses, como prometí!
Entró con un suéter de cachemira carísimo —regalo de Eva—.
—¿Javi? —Ainhoa se levantó de un salto—. ¡Debías estar con los inversores!
—Ayer me pidió dinero para un proyecto urgente —dijo Eva serena—. Supongo que yo era la inversora.
Javier se quedó helado, mirando a una y otra. Luego, su sonrisa habitual volvió:
—Chicas, os lo explico. Ainhoa, tu dinero está seguro…
—¿Dónde? —Ainhoa se acercó—. ¡Vendí el coche, pedí prestado a mis padres!
—¡Todo bajo control! —su voz sonó desesperada—. En un mes…
—¿A cuántas más has estafado? —Eva se levantó con calma—.
Bajo presión, Javier confesó:
—Era una apuesta segura… en internet…
—¿Lo perdiste todo? —Ainhoa se llevó las manos a la cabeza—. ¡Era mi dinero!
—¡Queda algo! ¡Tengo un sistema infalible!
Eva soltó una risa amarga:
—¿Pedir a tu esposa para pagar a tu amante? ¿O al revés?
Ainhoa cogió su bolso:
—Basta. Denunciaré esto.
Al día siguiente, Javier intentó reconciliarse:
—Eva, he cambiado. Encontraré trabajo, lo devolveré todo…
—Pido el divorcio.
—¡No puedes! ¿Adónde iré?
—¿No ibas a vivir con Ainhoa? Tienes un sistema, ¿no? Pues a ver si funciona.
Esa misma noche, Ainhoa abrió el ojo de la puerta. Javier, con maletas, suplicaba:
—¡Ábreme! Eva me echó. Ahora podemos estar juntos.
Ella se apoyó contra la madera:
—Vete. Y no vuelvas. La denuncia está en comisaría.
Fuera, Javier arrastraba sus maletas por la calle vacía, maquinando otro plan brillante. Solo necesitaba a alguien que volviera a creerle.
En dos hogares distintos, dos mujeres respiraban tras la mentira que quisieron creer. Ambas sabían ya: el peor engaño es aquel en el que deciden quedarse.