Aquel día entendí por qué mi madre siempre tuvo un corazón tan grande. Toda su vida la dedicó a mi hermana y a mí. Trabajaba como profesora en un colegio de Madrid y por las tardes daba clases particulares para que no nos faltara de nada. Quedamos sin padre muy pronto —se fue cuando yo tenía seis años y mi hermana apenas tres—. Mamá cargó con todo el peso sin quejarse, sin llorar. Simplemente siguió adelante como pudo.
Vivíamos en el piso que mi abuela le dejó en herencia, en el barrio de Chamberí. Éramos humildes, pero felices. Mi hermana y yo estudiamos en la universidad, nos casamos, tuvimos hijos. Visitábamos a mamá con frecuencia, y ella adoraba cuidar de nuestras criaturas, cocinarnos sus platos favoritos y reír con nosotras. Creíamos que era suficiente para ella, que con nuestro cariño, nuestros abrazos y llamadas, estaba completa. Pero no era así.
Aquel año decidimos darle una sorpresa por su cumpleaños. Le dijimos que no podríamos ir por el trabajo, pero en secreto ya estábamos en camino con globos, flores y una tarta. Cuando abrió la puerta, en lugar de alegría, vi confusión en sus ojos. Balbuceó algo sobre un alumno que había venido a repasar. Nos miramos entre nosotras, pero entramos.
En la mesa de la cocina había un hombre. En ropa interior. Un cigarrillo en la boca, una cerveza en la mesa. Y sí, era su “alumno”. Solo que hace décadas que dejó el colegio. Nos quedamos mudas, pero no dijimos nada. Él, al vernos, se levantó de un salto, murmuró algo sobre una urgencia en el trabajo y salió disparado.
Mamá, en cambio, se enfadó. Se sintió traicionada porque habíamos llegado sin avisar. Durante medio año no nos dirigió la palabra: ni llamadas, ni mensajes. Yo esperé a que hubiera pasado el enfado y fui sola a su casa para reconciliarnos, para decirle que no nos importaba que tuviera pareja.
Pero fue él quien abrió la puerta. “No está. Y no vengáis más”, me espetó. Intenté explicarme, pero me empujó con tanta fuerza que caí y me golpeé la cabeza. El diagnóstico fue contusión. Mi marido, al enterarse, fue corriendo a verla, pero en lugar de comprensión recibió amenazas y acusaciones: según ella, yo había provocado a su hombre, armado un escándalo. Y ella estaba de su parte. Del lado del que me había puesto la mano encima.
Intentamos averiguar quién era ese hombre, pero desapareció sin dejar rastro. Dos semanas después, una antigua alumna de mamá me escribió: necesitaba dinero urgente, estaba en un apuro. Me alarmé. Mamá no contestaba mensajes. Avisé a toda la familia que no le dieran ni un euro, aunque en realidad no sabía qué le pasaba.
Casi un año después, recibí su llamada. Lloraba. La voz le temblaba. Y entonces me lo contó todo.
Resulta que su “caballero” trabajaba en equipo con su novia de verdad. Querían engañarla para quedarse con el piso. Él fue quien la enfrentó con nosotras. Mamá casi firma la escritura a su nombre, pero por casualidad vio unos mensajes entre ellos y lo echó de casa. Quedó destrozada, vacía. Solo entonces se acordó de sus hijas.
Fuimos ese mismo día. La abrazamos, la consolamos. Ella lloraba, nos pedía perdón, y se lo dimos. Porque es nuestra madre. Una mujer frágil, cansada de la soledad, que solo quería ser querida y terminó traicionada.
Ahora está de vuelta con nosotras. Juega con sus nietos, hace magdalenas. Y a veces mira por la ventana, como asegurándose de que no vuelva. Nosotras rezamos para que nunca lo haga.
Aprendí que el amor puede cegar hasta a los corazones más fuertes. Pero la familia perdona. Siempre.