Leonardo deambulaba por la minúscula cocina como un tigre enjaulado. Se frotaba las palmas, recolocaba la cacerola, movía el azucarero de sitio, buscando anclaje en el mismo día a día que tanto odiaba. En su mente resonaba un monólogo: *Hay que hablar. Hay que terminar esto. Basta. No puedo más.*
Clara, sin duda, lloraría. Pediría que se quedara. Explicaría lo agotada que estaba, lo mucho que intentaba. Prometería que aún había solución. Pero él sabía la verdad: estaba todo acabado. Ya no existían como pareja. Solo eran dos desconocidos unidos por una hipoteca y un frigorífico. Sin amor, sin respeto, ni siquiera con rabia. Solo vacío…
Oyó el giro de la llave en la cerradura. Se tensó como antes de un salto al vacío.
Clara entró en el piso y se desplomó sobre la cómoda. Primero se quitó los malditos zapatos nuevos. Había sido un día infernal en El Corte Inglés, donde atendía a clientes como una máquina de múltiples brazos: *trae, lleva, prueba, ayuda*. La primavera despertaba en la gente ansias de cambio: unos buscaban amor, otros solo un vestido.
—Hola. ¿Cansada? —preguntó él con cautela.
—Como una mula. Ni un minuto de descanso —respondió ella sin mirarle.
—Entiendo. ¿Y la cena?
Clara asintió y se dirigió a la cocina. Veinte minutos después, los fogones borboteaban, las sartenes chisporroteaban y el aire se impregnaba de olores en los que Leonardo seguía buscando un sentido a la vida.
Se plantó en el umbral, respiró hondo.
—Clara… —empezó—, tenemos que hablar.
Ella se volvió mientras pelaba una zanahoria. Ni sorpresa, ni preocupación.
—Vámonos. Ya no aguanto más. Somos extraños. Me has secado toda inspiración. Yo soy arte, tú eres rutina. Exiges dinero, cortas mis alas. No quiero seguir así.
Fue un discurso improvisado, pero le sonó dramático, casi digno de un casting.
Clara siguió pelando la zanahoria, luego la arrojó al fregadero, se quitó el delantal, apagó el fuego y se encaró a él.
—Vale —dijo tranquila—. Vámonos, Leonardo. A tomar viento esta vida.
Él se quedó de piedra. No iba según el guion. ¿Dónde estaban los lloros? ¿Los gritos?
Mientras digería su reacción, Clara se sirvió café, sacó queso y galletas y se sentó a la mesa.
—Clarita… esto es un shock, lo sé. Pero tú también lo sentías, ¿no? Cocinas sin alma. Todo mecánico…
—Sí. Sin alma —repitió ella antes de beber un sorbo.
La conversación se desmoronaba. Perdía el hilo.
—Habrá que ver lo del piso —murmuró él, incómodo—. Y lo demás…
—Pensé que estarías tan harto que te irías sin mirar atrás. Pero mira, la hipoteca sí te importa —ironizó ella—. Déjame el piso. Te devolveré tu mitad. Me iré a casa de mi padre. Ya es mayor.
—Eres una calculadora —susurró él. Había imaginado algo más simple. Soñaba con actuar, iba a castings mientras trabajaba de vigilante. Todo lo que ganaba era para ella, sin preguntar. Y ahora: euros, contratos, papeles.
Buscaba libertad. Y encontró cuentas.
—Quédate con todo, Clara. Me lo devuelves cuando puedas. No soy un monstruo —dijo con un aire de grandeza, como si le regalara un palacio.
—Gracias. Dime… ¿tienes a alguien? —preguntó ella con indiferencia.
—No importa —farfulló. Que pensara que estaba solicitado.
Salió con la ligereza de una victoria. Libertad. Arte sin sartenes ni reproches.
Pasaron seis meses.
Leonardo se encogió frente a esa puerta conocida. Todo había cambiado. Vivir con su madre era un infierno. Le reprochaba el divorcio, su carrera fracasada, la echaba de casa por cualquier excusa. Hasta una camarera huyó de sus críticas.
Su madre era peor que Clara. Mucho peor.
Y la guinda: ahora le exigía que se marchara. Seguro que tenía a otro. Discutieron. Le llamó perdedor y le ordenó buscar trabajo, no sueños.
Entonces Clara llamó. Quería cerrar lo del piso y el divorcio. Y ahí estaba él.
Ensayó mentalmente una mirada sufriente, palabras de arrepentimiento, una lágrima.
Pulsó el timbre.
—Hola. Pasa —abrió ella. Estaba… radiante. ¿O era nostalgia?
Entró en la cocina como antaño. Y se heló.
Un tipo en pantalón corto freía carne en la sartén. Sobre la mesa, un fajo de billetes.
—¿Quién eres? —preguntó con voz ronca.
—Jorge —respondió el otro sin volverse.
—Clara… ¿hablamos? —suplicó él.
Ya dentro, bufó:
—¿Ése quién es? ¿Qué hace aquí?
—Preparar la cena —respondió ella serena.
—¿Y yo?
—Tú te fuiste.
Silencio. Pesado como una losa.
—¿Y si… vuelvo?
—¿Adónde? El puesto está ocupado. A Jorge no le molesta mi “practicidad”. Quiere familia, hijos, una casa en la sierra. Nos casaremos en cuanto salga el divorcio.
—¿Y tú?
—Yo también.
—¿Y yo? —gritó—. ¿Él qué tiene que yo no tenga?
—Que tú me alimentabas de promesas. Y él, de cenas.
Fin.