Los invitados a la petición de mano no hacían más que repetir que nuestro hijo se mudaba a un palacio, pero sus promesas resultaron ser mentira.
En un pueblecito cerca de Valencia, donde la brisa marina trae aromas de libertad, mi vida a los 58 años se ha visto empañada por la decepción hacia quienes creía mi familia. Me llamo Dolores Martínez, soy la esposa de Francisco Gómez y madre de nuestro único hijo, Javier. Cuando los padres de la novia de Javier, Lucía, vinieron a pedir su mano, nos prometieron el oro y el moro: “Su hijo se va a un palacio, haremos todo lo posible por ayudarles”. Pero sus palabras se las llevó el viento, y su “ayuda” solo ha servido para humillarnos y burlarse de nosotros. Ahora me toca decidir: callarme por el bien de mi hijo o luchar por lo que es justo.
**Un hijo por el que dimos todo**
Javier es nuestro orgullo. Francisco y yo lo criamos en el pueblo, en una humilde casa donde cada céntimo contaba. Creció listo y trabajador, se licenció en la universidad y ahora es ingeniero en Valencia. A los 30 años conoció a Lucía, una chica de ciudad, y se enamoró. Nos alegramos por él, aunque su familia desde el principio nos pareció distinta—urbana, ambiciosa. Durante la petición de mano, sus padres, Alfonso Jiménez y Carolina Ruiz, alababan su piso, sus contactos y posibilidades. “Javier tiene suerte, se va a un palacio, no se preocupen, aquí estaremos para ayudar”, decían. Y nosotros les creímos.
Lucía parecía encantadora—sonriente, educada y con estudios. Pensamos que sería una buena esposa para nuestro hijo. La boda fue fastuosa; Francisco y yo gastamos todos nuestros ahorros e incluso pedimos prestado para no quedar en ridículo. Los suegros prometieron: “Nosotros también pondremos de nuestra parte, ayudaremos a los recién casados”. Pero tras la boda, su “ayuda” se convirtió en una pesadilla que destrozó nuestra confianza.
**La mentira que salió a la luz**
Javier y Lucía se mudaron al piso de sus padres—al mismo que los suegros llamaban “palacio”. Nos imaginábamos un hogar amplio donde los jóvenes vivirían cómodos. Pero resultó ser un viejo piso de tres habitaciones donde viven los suegros, la hija menor con su marido y su niño, y ahora también Javier con Lucía. ¡Siete personas en un espacio diminuto, con un solo baño y cocina! Javier duerme con Lucía en un cuartucho, y sus cosas están amontonadas en un rincón. ¿Palacio? ¡Esto es un pisito de estudiante, no un hogar para una pareja joven!
Los suegros no solo no ayudaron como prometieron, sino que empezaron a aprovecharse de Javier. Alfonso le exige que le arregle el coche, que les lleve a la finca, que les ayude con reformas. Carolina obliga a Lucía y a Javier a pagar los recibos de todos, aunque apenas llegan a fin de mes. “Vivís en nuestro piso, deberíais estar agradecidos”, les dicen. Javier, buenazo como es, lo soporta en silencio para evitar discusiones, pero yo veo cómo se consume.
Lo peor es cómo nos tratan. Cuando visitamos el piso, los suegros nos miran por encima del hombro. “Sois de pueblo, no entendéis la vida de la ciudad”, soltó Carolina en una ocasión. Se ríen de nuestro acento, de nuestra ropa, incluso de las conservas caseras que llevamos. La hermana pequeña de Lucía, Marta, nos llama “paletos” sin tapujos. Yo lo aguanto por Javier, pero sus burdas son como puñaladas.
**El dolor de ver a mi hijo sufrir**
Javier ya no es el mismo. Se ha vuelto callado, agotado. Me cuenta que Lucía se pelea a menudo con él por culpa de sus padres, pero me pide que no me meta. “Mamá, ya me arreglaré yo”, dice, pero sé que se está ahogando. Quieren alquilar un piso, pero los suegros les presionan: “¿Adónde vais? No tenéis dinero”. Francisco y yo querríamos ayudarles, pero nuestros ahorros se fueron en la boda, y la pensión apenas nos da para vivir. Me siento impotente viendo cómo usan a mi hijo.
Intenté hablar con Lucía. “Tus padres prometieron ayuda y solo os complican la vida”, le dije. Ella asintió, pero respondió: “Son así, no puedo cambiarlos”. Su pasividad me decepcionó. Pensé que estaría del lado de Javier, pero permite que sus padres los manipulen. Francisco está furioso: “Dolores, nunca debimos creer sus cuentos”. Pero ¿cómo íbamos a saber que mentían?
**¿Qué hacer?**
No sé cómo ayudar a mi hijo. ¿Hablar con los suegros? Pero no nos escuchan, nos miran como si fuésemos inferiores. ¿Convencer a Javier de que se vaya? Él quiere a Lucía y evita el conflicto. ¿O callarme para no romper su matrimonio? Pero cada día que pasa en ese infierno me parte el alma. Mis amigas me dicen: “Llévatelo al pueblo, que empiecen de cero”. Pero es un adulto, no puedo decidir por él.
A mis 58 años, lo único que quiero es ver a Javier feliz, en su propio hogar, con una esposa que le apoye. Pero los suegros lo han atrapado con falsas promesas, y sus burlas nos humillan. Me siento estafada, pero lo que más me duele es el sufrimiento de mi hijo. ¿Cómo protegerlo sin perderlo? ¿Cómo hacer que los suegros paguen por su mentira?
**Mi grito de justicia**
Esta historia es mi denuncia por el derecho a la honestidad. Alfonso y Carolina quizá no quisieron hacer daño, pero su arrogancia está arruinando la vida de mi hijo. Javier puede amar a Lucía, pero su silencio lo convierte en prisionero de su familia. Quiero que mi hijo viva en un mundo donde se le respete, donde su casa no sea una jaula, sino su refugio. Difícil será la batalla, pero encontraré la forma de defenderlo.
Soy Dolores Martínez, y no permitiré que los suegros conviertan la vida de mi hijo en su juego. Aunque tenga que soltarles unas cuantas verdades bien claras.