Primero la crema, después todo lo demás
Con Arturo nos conocemos desde hace quince años. Pero no nos hicimos amigos de verdad hasta hace un par de años, cuando los dos nos divorciamos casi al mismo tiempo. Su segundo matrimonio se deshizo con portazos y escándalos dignos de un culebrón. El mío fue más discreto, pero no exento de sobresaltos. No nos ahogamos en alcohol ni en autocompasión; en su lugar, pedaleábamos por los paseos marítimos y las sendas de los bosques. Bicicletas, sudor y viento en la cara. La amistad entre hombres no se forja con botellas, sino con esa libertad de no dar explicaciones a nadie, de no cargar con la mochila de las expectativas ajenas.
Los dos adelgazamos de golpe. De la barriga que antes asomaba tímidamente sobre el cinturón, no quedó ni rastro. La libertad, además, es una excelente dieta. Y así, una calurosa tarde de julio, íbamos Arturo y yo rodando por el parque. De repente, él suelta el manillar, abre los brazos, echa la cabeza hacia atrás y grita a todo pulmón:
—¡Libeeeeertad!
Los perritos de las abuelitas se pusieron como locos, y él, riéndose a carcajadas, tan feliz que daba envidia.
Así vivimos un año: solteros, contentos, fibrados, sin deberle cuentas a nadie. Hasta que un día fui a casa de Arturo. Había comprado una bici nueva y quería fardar. Toqué el cuadro, giré el manillar, me embadurné las manos de grasa y fui al baño a lavármelas. Y ahí, mientras me enjabonaba, vi un pequeño bote rosado con tapa dorada. Una crema. De mujer.
—¡Arturo! —grité—. ¿Qué es esto? ¿Te has puesto a usar cremas?
Se rio como quien sabe que le han pillado con las manos en la masa.
—Es de Leticia. La dejó aquí para no estar yendo y viniendo con ella.
—¿Leticia? ¿Y esa quién es?
—Ah… ¿no te lo había contado?
Claro que no. Y vaya error.
Resulta que hacía un mes había conocido a una chica. Leticia, abogada, con ambición. Guapa, lista, encantadora. Iba a su casa, se quedaba a dormir. Había dejado la crema. Solo una. Por ahora.
—Ya está —dije—. La invasión ha comenzado.
—¿Qué invasión?
—¿No lo ves? Es como en *Alien*. Primero te meten el embrión. Luego crece y te devora desde dentro. Esta crema es el embrión.
Arturo me hizo un gesto de quitarme de en medio. Pero yo sabía lo que decía. Las mujeres no tienen prisa. Actúan con elegancia. No llegan gritando con maletas. Dejan un bote. Luego un cepillo. Después una almohada. Esperan a que te relajes. Y entonces… entonces ya no te das cuenta de que el baño está lleno de cosas rosas, el balcón de cajas y el corazón de dudas.
Poco después, Arturo me invitó a cenar. Para presentarme a Leticia. Era inesperadamente agradable. Pendientes de aro, pelo recogido, una sonrisa en la que era fácil confiar. Había hecho una pizza con piña —discutible, pero rica.
Volví a pasar por el baño. Ahora había un cepillo rosa y crema de manos. Los pendientes descansaban plácidamente en la jabonera. Me miré al espejo:
—Amigo, estás infectado.
Pasó otro mes. Le propuse a Arturo hacer nuestra ruta favorita. Se excusó. Fui a su casa a sacarlo a rastras. Salió en bata, medio dormido.
—Jorge, podrías haber avisado.
Desde la habitación, la voz de Leticia:
—Arturito, ¿quién es?
Él:
—Jorge… la bomba de la bici… ha venido…
Me lavé las manos y lo entendí todo: el fin. La pasta de dientes masculina, la espuma de afeitar y el after-shave se arrinconaban en un lado. El resto eran botes, frascos, tubos, aromas. Y en el lavabo, sus pendientes. Ya no parecían invitadas, sino dueñas.
Me marché en silencio.
Unas semanas después, me llamó para ayudarle a montar un armario. Tirábamos trastos, movíamos muebles. Leticia dirigía la operación:
—Vale, esto a la basura. ¡Esto también! ¡Los libros aquí!
Arturo intentó protestar, pero ella pisoteaba sus objeciones como si fueran calcetines tirados.
—Oye, ¿te interesa una bici? —me preguntó—. Nos ocupa espacio en el balcón.
Ahí lo supe con certeza. La libertad de Arturo había muerto. Primero fue el bote de crema. Luego la casa. Después el balcón. Por último, el corazón.
¡Hombres! Si queréis conservar vuestra independencia, no dejéis entrar a una mujer en vuestro territorio. Ni un milímetro. Todo empieza con una “inocente” crema. Y termina sin recordar quién eres, de dónde vienes ni por qué hay una bata de encaje en tu armario.
Pasó un año. Arturo y yo apenas hablamos. Pedaleaba solo. Era un poco triste. Pero conservaba lo esencial: mi libertad.
Hasta que conocí a Clara. La historia se repitió. Es dulce, amable, no pide nada. Solo una vez, tímidamente, casi en un susurro:
—¿Puedo dejar mi crema aquí? Así no la llevo y la traigo.
Y no dije que no. Porque estaba enamorado.
Ahora ya está. El virus está en mi sistema.
Siento que mi caída está cerca.
Perdonadme, hermanos.
Adiós.