**Diario de Lola**
Al principio envejecí, ¡y ahora encima me enfermo! ¡Se acabó, pido el divorcio! —soltó mi marido, cerrando la puerta de golpe, sin imaginar lo equivocado que estaba…
Me sentaba en la cocina, con el móvil apretado en las manos. La voz al otro lado del teléfono me dio una noticia que, por un instante, borró el mundo. Las ideas chocaban en mi cabeza sin orden ni sentido, sin encontrar un camino claro.
¿Qué hacer? La pregunta resonaba dentro de mí, pero no había respuesta. No iba a compartir esto con nadie—ya aprendí que pocos celebran la alegría ajena y todavía menos lloran sus penas. Las palabras son una cosa; lo que guarda el corazón, otra.
Antes podía contárselo a mis padres. Eran mi refugio. Pero ya no están, y hoy, más que nunca, los echo de menos. ¿Mi marido? Hubo un tiempo en que confiaba en él, pero en los últimos meses noté su distancia. Sus comentarios sobre mi edad eran cada vez más hirientes: artículos sobre cómo las mujeres envejecen antes que los hombres, reproches velados sobre mi aspecto…
Pero yo no entendía qué había cambiado. Seguía yendo a la peluquería, me arreglaba las uñas en casa tras un mal negocio en el salón, elegía ropa elegante. Sí, los años dejaron huella, pero él tampoco era un chaval. Otras parejas de nuestra edad paseaban de la mano, reían, compartían sueños. Yo, en cambio, cada vez más sola—él “trabajaba” hasta tarde, y yo sabía la verdad detrás de esas horas extras.
No quería cargar a mis hijos con esto. Mi hija acababa de casarse y esperaba su primer bebé; mi hijo estudiaba en otra ciudad. No era momento de preocuparlos. Pero una cosa tenía clara: debía hablar con mi marido. Que me dijera, de una vez, si quedaba algo del hombre del que me enamoré.
Esa noche lo esperé con la mirada seria.
—¿Ocurre algo? —preguntó él al verme.
—Sí. —Respiré hondo—. Me han dado un diagnóstico complicado. Dime, si lo necesito, ¿estarás a mi lado?
Se agitó.
—¿Qué diagnóstico?
—No importa. Solo dime: si la cosa se pone fea, ¿te quedarás?
Él exhaló, se pasó la mano por el rostro y se dejó caer en el sillón.
—Lola, mira… Esto ya venía de antes. No quería decírtelo, pero… Me voy. Primero fue lo de envejecer, ahora esto… No estoy para cuidar a nadie. Tengo una vida por delante, y aquí solo hay problemas. Además, hay otra mujer. Tú siempre has sido fuerte; saldrás adelante.
Se levantó, metió ropa en una maleta y, antes de irse, solo dijo:
—Vendré por el resto otro día. Cuídate.
La puerta se cerró. No lloré. Solo sonreí, cansada: “Quedó claro”.
Pasaron días. Una tarde, mientras miraba por la ventana, sonó el móvil. Era mi hijo.
—Mamá, ¿estás en casa?
—Sí. ¿Cuándo vienes?
—¡Esa es la sorpresa! Me mandan de prácticas a nuestra ciudad. ¿Te lo imaginas?
Me reí.
—¡Vaya regalo!
Por primera vez en mucho tiempo, sentí alivio.
Una semana después, mi hijo llegó. Esa noche, me armé de valor.
—Hugo, tengo que contarte algo… —empecé—. Me llamó un notario. Resulta que no era hija biológica de mis padres. Mi verdadera madre me abandonó de pequeña y se fue al extranjero con un hombre adinerado. Hace poco enviudó, me buscó, pero murió en un accidente aéreo. Ahora me ofrecen heredar todo.
—¡Vaya historia! —silbó él—. ¿Y tú qué piensas hacer?
—No sé. Me abandonó, ¿y ahora debo aceptar su dinero?
—Mamá, si no lo tomas, irá a quién sabe quién. Así, al menos, estarás tranquila.
—Tienes razón. Pero no sé cómo empezar. No tengo pasaporte, ni sé el idioma…
—Lo resolveremos —dijo con firmeza—. Buscaré un abogado.
Poco después, estaba en un avión hacia un país desconocido. Me acompañaba Javier, un abogado experto, quien confesó al llegar:
—Lola, no suelo aceptar casos así, pero algo me dijo que usted valía la pena.
Sonreí.
Trámites, papeleo… La venta de propiedades tomó tiempo. Javier me enseñó la ciudad, sus rincones. Y algo ocurrió: por primera vez en años, me sentí… feliz.
Al despedirnos en el aeropuerto, me dijo:
—Confesaré que me entristece su partida. No es fácil encontrar a alguien como usted.
—Pues venga a visitarme —respondí suavemente.
—Lo haré.
De vuelta, repartí el dinero: un piso para mi hijo, una cuenta para mi hija, un depósito para mí.
Del pasado, ni memoria. Hasta que él llamó. En la puerta apareció borracho, derrotado.
—Lola… Vuelve conmigo.
—Vete.
—¿Quién te querrá a ti? —bufó.
En ese momento, llegó Javier con flores.
—Buenas tardes, Lola. —Sonrió.
Mi ex palideció.
—Vete —repetí, cerrando la puerta.
Dos años después. Soy abuela. Javier me pidió matrimonio, y dije que sí.
Pero un día, el hospital llamó: él había tenido un derrame cerebral, nos pedía verlo.
—Mamá, yo no iría —refunfuñó Hugo.
—Hijo, ser humano es saber perdonar.
Fuimos. En la cama, un hombre avejentado.
—Perdón… —susurró.
Negué con la cabeza.
—Te ayudaré con una cuidadora, pero no esperes más.
Esa noche, en el jardín, Javier me tomó la mano.
—¿Te arrepientes?
—No. Sin él, nunca habría conocido la verdadera felicidad.
Le miré y sonreí.