**Primero el café, luego tú**
—Lucía, ¡flipas con esto! —Santi irrumpió en la cocina con ojos de fanático entusiasta. —¡Un *startup*! La idea definitiva. ¡Única! Una plataforma para entregar de todo: desde calcetines hasta kebabs.
—Eso ya existe —respondió Lucía, removiendo su avena sin mirarlo.
—¡Pero el nuestro será distinto! —dramatizó, señalando al techo—. ¡Entrega inteligente con *IA*! ¿Entiendes? ¡El algoritmo adivinará lo que quieres antes de pedirlo!
—¿Adivinar deseos?
—¡Exacto! Es revolucionario.
—¿Y dónde piensas montarlo?
—Pues… en casa. Por ahora. Fase inicial. Un *coworking* en la cocina, digamos.
—Santi. Yo también tengo un *coworking*. Se llama trabajo. Y tengo un *deadline*.
—Cariño, no nos molestaremos. Invité a unos colegas —están metidos en el tema. ¡Va a molar!
Los «colegas» eran cuatro.
A las 9:00 del día siguiente, Lucía entró en la cocina y se quedó helada.
Tres chicos y una chica con sudadera de «*Soy freelance, ¿y tú?*» ocupaban la mesa. El café olía a convención de baristas, los portátiles devoraban el espacio y en la nevera colgaba un gráfico: «*Evolución de hipótesis: de cero a sueño*».
—¡Buenos días! —saludó uno con barba.
—Yo vivo aquí —contestó Lucía.
—¡Genial! Nosotros también. Bueno, casi —guiñó Santi—. Te presento a Javi, Omar, Nuria y Adrián. ¡El alma del equipo!
—¿Para mucho tiempo?
—Hasta que despegue.
—¿Y si no despega?
—No existe el «*si*». Solo el «*cuando*».
Lucía fue a servirse café, pero alguien había puesto matcha en la máquina. En la tetera flotaba una «bola de baño» —olor a naranja y desesperación. La leche había desaparecido. Solo quedaba leche de coco.
Regresó al dormitorio y cerró la puerta.
—Comienza la jornada… —susurró—. En el infierno.
Al día siguiente, Lucía abrió su portátil y se puso auriculares. Un minuto después: golpes en la puerta.
—Lu, ¿has visto el cargador del Mac?
—No.
—¿Y podrías teclear más bajo? Estamos en *brainstorming*.
—Es un teclado. Sirve para teclear.
—Es que estamos maquinando cómo monetizar entregar torrijas antes del desayuno.
—¿Antes del desayuno? ¿Y ahora qué?
—¡Fase preparatoria!
En una semana, Lucía comprendió que su casa era un *coworking* y ella, la intrusa.
Nuria colgaba su ropa en el salón. Javi cambiaba la contraseña del *router* sin preguntar. Adrián hacía *Zooms* con clientes desde la cocina. Y Santi, eufórico:
—¡Estamos al borde del éxito! Solo faltan un par de *cases* y algo de publicidad.
—Y espacio personal. Un poquitín —dijo Lucía, sirviéndose café de su taza, donde alguien había echado chía.
—¡No estás acostumbrada a la energía creativa!
—Estoy acostumbrada al silencio. Y a que mi casa sea mía. No… una oficina con ambientador de menta y un cargador para todos.
Cuando el viernes Nuria se metió en la ducha con el móvil y un *Zoom* de fondo, Lucía decidió actuar.
Primero, con sutileza.
«Accidentalmente» desenchufó el *router*. Cinco minutos después, Javi llamó a su puerta:
—¿A ti te va internet?
—No, parece que hay una avería.
—¿¡Ahora!? ¡Tenemos una presentación!
—Cosas del destino. Quizá el universo está en contra.
Al día siguiente, Lucía cambió la contraseña del *Wi-Fi*. La red ahora se llamaba «*Silencio_y_paz*». Santi entró en pánico:
—¿Quién lo ha cambiado? ¡Es sabotaje!
—¿O una señal?
—Lu, ¡teníamos una reunión con un inversor! No pudo entrar al *Zoom*.
—¿Quizá porque esto es un salón y no una oficina?
—¡Es la casa de nuestros sueños!
—¿Entonces por qué me siento como una inquilina?
El lunes llegó el desastre: el inversor canceló. No le «*transmitió profesionalidad*», sobre todo cuando Nuria apareció en toalla de fondo gritando: «¿¡Quién ha robado mi champú!?».
Santi entró en silencio al dormitorio. Se sentó en la cama. Se quitó las zapatillas.
—Hemos metido la pata.
—Oh, ¿te has dado cuenta? —Lucía cerró el portátil—. Pensé que estabas en otra dimensión.
—Quería construir un negocio…
—Y construiste una residencia universitaria. Con dieta de *snacks* y ambiente de campamento.
—¿Fue un mal plan?
—Era tu casa. Pero yo desaparecí.
—¿Por qué no lo dijiste antes?
—¿Me habrías escuchado?
Silencio.
—He pensado —dijo él al fin—, ¿y si alquilamos una oficina?
—¿Has pensado?
—Sí. Empezar como adultos. Con equipo, pero sin «*tormentas de ideas*» sobre mi tostadora.
—¿Y la tetera?
—Una nueva. Personal. Con guardia de seguridad.
—¿Y la cafetera?
—Con contraseña.
—¿Y el *router*?
—Palabra de honor.
En una semana, el salón volvió a ser salón. Nuria se mudó a un *coworking*. Javi encontró trabajo en una «*empresa normal*». Adrián se fue a Barcelona. Omar desapareció.
Santi alquiló un despacho en el centro de negocios «Abeja» y envió una foto orgulloso: «*Lugar con Wi-Fi. Sin calcetines en la lámpara*».
Lucía abrió la ventana. Silencio. Café en su taza favorita. La tetera ya no olía a mandarina y desesperación.
—Estoy en casa —dijo en voz alta.
Y luego sonrió.
Y cambió la contraseña del *router*: «*Primero_consúltamelo*».
Una semana después.
El goteo del grifo sonaba a música. Tras molinillos, *brainstormings*, reuniones en el baño y matcha en la cafetera, el grifo era casi zen.
Lucía trabajaba junto a la ventana con su café. El perro roncaba. En la pared, un *router* nuevo con un cartel: «*No tocar sin permiso*». Santi lo puso. Y juró no «*montar una oficina en el dormitorio*».
Cumplió. Casi.
—¡Lu, hola! —sonó desde el recibidor—. Solo un momento.
Era Santi, acompañado de un chico con gafas y sudadera.
—Antonio. Es *developer*. Un crack. Tenemos que revisar algo en pantalla grande. Solo cinco minutos.
—¿Qué pantalla?
—La tuya… ¡es más nítida! En la oficina se fundió la lámpara.
—¿Tienes oficina con una sola lámpara?
—Esto es un *startup*, cielo. Somos flexibles. ¡Nos adaptamos!
—Prometiste que no…
—¡Quince minutos, lo juro!
Una hora después, Lucía salió. Antonio usaba su ordenador, Santi freía huevos y unos zapatos blancos manchaban la alfombra.
—¿Os habéis mudado? —preguntó.
—¡Qué va! Es que… la lámpara.—No —respondió Lucía, agarrando su abrigo y sonriendo mientras abría la puerta—, pero vosotros sí podéis hacerlo, porque yo ya me voy.