Primero el café, luego tú
—Elena, ¡no te lo vas a creer! —Alejandro irrumpió en la cocina con los ojos de un fanático. —¡Un *startup*! La idea definitiva. ¡Inigualable! Una plataforma para entregar de todo, desde calcetines hasta bocadillos de tortilla.
—Eso ya existe —murmuró Elena, removiendo su avena sin entusiasmo.
—¡Pero el nuestro será diferente! —levantó un dedo dramáticamente—. ¡Con inteligencia artificial predictiva! ¿Lo pillas? El algoritmo anticipará lo que quieres antes de que lo pidas.
—¿Adivinar deseos?
—¡Exacto! Es revolucionario.
—¿Y dónde planeas hacer esto?
—Bueno… aquí, de momento. Fase inicial. *Coworking* en la cocina, digamos.
—Alejandro. Yo también tengo “coworking”. Se llama trabajo. Y tengo un plazo.
—Cariño, no nos molestaremos. Ya he llamado a los chicos, están metidos en el tema. ¡Va a ser brutal!
Los “chicos” resultaron ser cuatro.
A las 9:00 del día siguiente, Elena salió a la cocina y se quedó helada.
Tres chicos y una chica con una sudadera que decía *”Soy freelancer, ¿y tú?”* ocupaban la mesa. El aroma a café rivalizaba con el de cualquier cafetería de Madrid, los portátiles devoraban el espacio y en la nevera colgaba un gráfico titulado *”De la hipótesis al sueño”*.
—¡Buenos días! —saludó uno de los barbudos.
—Yo vivo aquí —respondió Elena.
—¡Genial! Nosotros también. Bueno, casi —guiñó Alejandro—. Te presento a Javier, Dani, Lucía y Pablo. ¡El alma del equipo!
—¿Para cuánto tiempo?
—Hasta que despegue.
—¿Y si no despega?
—No existe el “si”. Solo el “cuándo”.
Elena fue a servirse café, pero alguien había puesto té matcha en la cafetera. En la tetera flotaba una bomba de baño —olor a naranja y desesperación—. No quedaba leche, solo una lata de coco.
Regresó al dormitorio y cerró la puerta.
—Empieza el día… —susurró—. En el infierno.
Al día siguiente, abrió su portátil y se puso los auriculares. Un minuto después, alguien llamó.
—¿Elenita, has visto el cargador de mi Mac?
—No.
—¿Y podrías teclear un poco más bajo? Estamos en pleno *brainstorming*.
—Es un teclado. Su función es hacer ruido.
—Es que estamos ideando cómo monetizar la entrega de churros para desayunar.
—¿Para desayunar? ¿Y ahora qué sois?
—¡Fase de preparación!
Tras una semana, Elena sintió que su casa era ahora un *coworking* y ella, una invitada indeseada.
Lucía secaba su ropa interior en el salón. Javier ajustaba el *router* sin permiso. Pablo hacía videollamadas en la cocina. Y Alejandro, eufórico:
—¡Estamos al borde del éxito! Solo necesitamos un par de casos y algo de publicidad.
—Y espacio personal. Un poco. Lo mínimo —dijo Elena, sirviéndose café de su taza, que ahora olía a chia.
—¡No estás acostumbrada a la energía creativa!
—Estoy acostumbrada al silencio. Y a que mi casa sea mía. No… una oficina con ambientador de menta y un solo cargador para todos.
Cuando el viernes Lucía se metió en la ducha con el móvil, haciendo *zoom* frente a los azulejos, Elena decidió actuar.
Primero, sutilmente.
“Desconectó” el *router*. A los cinco minutos, Javier llamó a su puerta:
—¿Te funciona el internet?
—No. Parece que hay un fallo.
—¿Ahora? ¡Teníamos una presentación!
—Cosas que pasan. Quizá el universo está en contra.
Al día siguiente, cambió la contraseña del *wi-fi*. La red se llamaba ahora *”Silencio_y_paz”*. Alejandro corrió histérico:
—¿Quién ha hecho esto? ¡Esto es sabotaje!
—¿O quizá una señal?
—Elena, ¡teníamos una reunión con un inversor! ¡No pudo entrar al *zoom*!
—¿Tal vez porque estáis en el salón y no en una oficina?
—¡Esto es el hogar de los sueños, no un despacho!
—Entonces, ¿por qué me siento como una inquilina?
El lunes llegó el desastre: el inversor canceló. No le “transmitieron profesionalidad”, especialmente cuando Lucía apareció en toalla gritando: *”¿Quién ha robado mi champú?”*
Alejandro entró en silencio al dormitorio. Se sentó en la cama. Se quitó las zapatillas.
—Lo hemos fastidiado.
—¿Ahora te das cuenta? —Elena cerró el portátil—. Pensé que ya vivías en tu burbuja.
—Quería montar un negocio…
—Y montaste un piso compartido. Con ambiente de campamento y dieta de barritas energéticas.
—¿Ha sido un mal plan?
—Era tu casa. Pero yo me he disuelto en ella.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—¿Me habrías escuchado?
Calló.
—He pensado —dijo al fin—, ¿y si alquilamos una oficina?
—¿Has pensado?
—Sí. Empezar como adultos. Con equipo, pero sin *brainstorms* sobre mi tostadora.
—¿Y la tetera?
—Nueva. Solo para mí. Con escolta.
—¿Y la cafetera?
—Con contraseña.
—¿Y el *router*?
—Palabra de honor.
Una semana después, el salón volvió a ser un salón. Lucía se mudó a un *coworking*. Javier encontró trabajo en una “empresa seria”. Pablo se fue a Barcelona. Dani desapareció.
Alejandro alquiló un despacho en el centro y envió a Elena una foto: *”Aquí hay *wi-fi*. Y nada de calcetines en las lámparas”*.
Elena abrió la ventana. Silencio. Café. Y la tetera ya no olía a mandarina y desesperación.
—Estoy en casa —dijo en voz alta.
Y sonrió.
Y cambió la contraseña del *router*: *”Primero_habla_conmigo”*.
Pasó una semana.
El goteo del grifo sonaba como un lujo. Tras molinillos de café, *brainstorms*, llamadas desde el baño y té en la cafetera, el grifo era pura meditación.
Elena trabajaba junto a la ventana, con su perra durmiendo a sus pies. En la pared, un *router* con un cartel: *”No tocar”*. Lo puso Alejandro, jurando no volver a convertir su dormitorio en *open space*.
Cumplió su palabra. Casi.
—¡Elenita, hola! —sonó en el recibidor—. Solo un momento.
Se giró. Alejandro estaba en la puerta con un chico de gafas y sudadera.
—Es Adrián. Desarrollador. Un crack. Necesitamos mostrar algo en una pantalla grande. Solo cinco minutos.
—¿Qué pantalla?
—Tu monitor… ¡tiene buen brillo! Y la oficina se quedó sin luz.
—¿Vuestro despacho solo tiene una bombilla?
—Es un *startup*, cielo. Somos flexibles.
—Prometiste que no…
—¡Quince minutos, lo juro!
Una hora después, Adrián usaba su ordenador, Alejandro freía huevos y unas zapatillas blancas manchaban la alfombra.
—¿Os vais a quedar a vivir? —preguntó Elena.
—¡Qué dices! Es que… ahí oscuro. Y aquí huele a bollos.
—No son b—Está en el *router*, contestó Elena mientras cambiaba la contraseña por última vez: *”Adiós_para_siempre”*.