¡Prepárate, limpia y gana! No soy tu sirvienta, ¡grité al salir!

**Diario de un hombre arrepentido**

—¿Quieres salchichas o huevos? —preguntó Lucía. Yo estaba sentado a la mesa, revisando las noticias en el móvil.

—Salchichas. Pero sin tus experimentos —gruñí, sin levantar la vista.

Lucía suspiró. En sus brazos, la pequeña Martina dormitaba, y cocinar así no era fácil.

—¿Puedes coger a Martina un momento? —preguntó con cuidado.

—Ahora, solo termino de leer esto —respondí, haciendo un gesto vago con la mano.

Martina empezó a quejarse. Lucía intentó calmarla mientras daba la vuelta a las salchichas. Una se quemó.

—¿Otra vez quemadas? —me quejé, frunciendo el ceño—. ¿No podrías prestar más atención?

—¿Y tú no podrías ayudar? —replicó ella, girándose bruscamente.

—Ya empezamos… Yo, por cierto, trabajo para mantener a la familia.

—¿Y yo qué? También trabajo… veinticuatro horas al día. Sin descanso.

Lucía puso el plato delante de mí sin decir nada. Antes éramos un verdadero equipo. Ahora era como si ella llevara sola todo el peso.

Los días pasaban monótonos. Una tarde, Lucía decidió hablar claro:

—Carlos, necesitamos hablar. Siempre estás ocupado: el trabajo, el móvil, tus cosas. ¿Y yo? ¿Y Martina?

—Lucía, otra vez con lo mismo. Hago todo por ustedes.

—¡Pero no es suficiente! Una familia no son solo euros. Es cuidado, atención, ayuda.

—Eso es tu responsabilidad —dije, encogiéndome de hombros.

—Quiero que formes parte de esta familia. Estoy harta de cargar con todo sola.

—Yo también me canso en el trabajo. Necesito tiempo para mí.

—¿Y yo? —su voz tembló.

En ese momento, Martina lloró en su habitación. Ni siquiera me moví.

Cuando Lucía volvió al trabajo, cada mañana empezaba a las cinco. Yo seguí sin ayudar en casa. Una noche, ella llegó tarde del trabajo. Al abrir la puerta, el reloj marcaba casi las nueve. La casa estaba a oscuras, la cocina llena de platos sucios. Yo estaba tumbado en el sofá.

—¿Vas a hacer la cena? —pregunté, sin saludar.

—¿En serio? Yo llego tarde y tú ni siquiera has fregado.

—Estoy cansado.

—¿Dónde está Martina?

—Durmiendo. Le pedí una pizza.

Lucía fue a la cocina en silencio. Sus manos temblaban. Un día, revisando su cuenta, descubrió que yo había gastado tres mil euros de sus ahorros en un portátil sin consultarle.

—¿Tus ahorros? —dije, sorprendido—. En una familia, el dinero es de todos.

—¿Ah, sí? Pero cuando te pido ayuda en casa, solo hablas de *tu* aportación.

La gota que colmó el vaso fue el cumpleaños de Martina. Lucía pasó semanas organizándolo. Yo prometí llegar temprano para ayudar.

*”Perdona, me retraso en el trabajo. Seguro que lo llevas bien sola”*, escribí una hora antes.

Lucía miró el mensaje. Algo se rompió dentro de ella. Esa noche, mientras acostaba a Martina, tomó una decisión.

Cuando llegué a casa, como siempre, tarde, la encontré preparando una maleta.

—Lucía, ¿me planchas la camisa para mañana? Y… ¿dónde está la cena?

Ella se volvió lentamente.

—Hazte la cena tú, limpia tú y gana tú el dinero. No soy tu asistenta.

Entró en la habitación de Martina, la levantó con suavidad y agarró la maleta.

—¿A dónde vas? —pregunté, bloqueando la puerta.

—A ninguna parte. Más bien, he vuelto en mí. No puedo seguir así.

—Pero ¿qué pasa? Vivimos como todo el mundo…

—¿Como todo el mundo? ¿Solos juntos? Hace mucho que no estás a mi lado, Carlos. Estás en tu mundo y yo… soy solo tu empleada.

Intenté detenerla, pero pasó de largo.

—¡Espera! ¡Tenemos una hija!

—¿Familia? Hace tiempo que dejamos de serlo.

El teléfono no paraba de sonar. Llamadas, amenazas, súplicas.

—Lo cambiaré todo —decía yo.

—No, Carlos. No lo harás. Porque ni siquiera entiendes qué hay que cambiar.

Las semanas pasaron. Lucía sonreía por las mañanas, la fatiga desapareció. Yo seguí llamando, cada vez menos. Un día, fui a su trabajo con flores.

—Inténtalo de nuevo. Lo he entendido.

—Demasiado tarde —dijo ella—. Ya no creo en promesas.

Poco a poco, Lucía recuperó su tiempo, su energía. Aparecieron cursos, amigas, risas. Y lo más importante: se escuchó a sí misma. Ahora, en su pequeño piso de alquiler, ya no estaba sola. Por fin era libre. Y esa libertad valió cada miedo, cada duda.

**Lección aprendida:** A veces, el amor no es suficiente si no va acompañado de respeto y compañía. Una familia se construye entre dos, no sobre los hombros de uno.

Rate article
MagistrUm
¡Prepárate, limpia y gana! No soy tu sirvienta, ¡grité al salir!