¡Prepárate, limpia y gana dinero tú mismo! No soy tu sirvienta, ¡grité al salir!

—¿Quieres salchichas o huevos revueltos? —preguntó Lucía. Alejandro estaba sentado a la mesa, revisando las noticias en su móvil.

—Salchichas. Pero sin tus experimentos —gruñó él.

Lucía suspiró. En sus brazos, la pequeña Martina resoplaba, y cocinar no era fácil.

—¿Puedes sostener a Martina un momento? —preguntó con cuidado.

—Ahora, solo termino de leer —dijo él, haciendo un gesto con la mano.

Martina comenzó a lloriquear. Lucía intentó calmarla mientras daba vuelta a las salchichas. Una se quemó.

—¿Otra vez quemado? —se quejó Alejandro, frunciendo el ceño—. ¿No puedes ser más cuidadosa?

—¿Y tú no podrías ayudar? —replicó ella, girándose bruscamente.

—Aquí vamos otra vez… Yo, por cierto, trabajo y mantengo a la familia.

—Yo también trabajo —dijo Lucía—. Veinticuatro horas al día. Sin descanso.

En silencio, puso un plato frente a él. Antes eran un verdadero equipo, hacían todo juntos. Ahora, ella cargaba sola con todo.

Los días pasaban monótonos. Una tarde, Lucía decidió hablar en serio:

—Alejandro, necesitamos hablar. Siempre estás ocupado: el trabajo, los juegos, el móvil. ¿Y yo? ¿Y Martina?

—Lucía, otra vez con lo mismo. Hago todo por ustedes.

—¡Pero no es suficiente! Una familia no son solo euros. Es cuidado, atención, ayuda.

—Eso es tu responsabilidad —se encogió de hombros.

—Quiero que formes parte de esta familia. Estoy cansada de cargar con todo sola.

—Yo también me canso en el trabajo. Necesito tiempo para mí.

—¿Y yo? —Las lágrimas le nublaron la vista.

En ese momento, Martina comenzó a llorar desde su habitación. Alejandro ni se movió.

Al salir de la baja maternal, Lucía consiguió un nuevo trabajo. Cada mañana empezaba a las cinco. Alejandro no ayudaba en casa. Una noche, Lucía llegó tarde del trabajo. Al abrir la puerta, el reloj marcaba casi las nueve. El piso estaba a media luz, la cocina llena de platos sucios. Alejandro estaba tumbado en el sofá.

—¿Vas a hacer la cena? —preguntó, en lugar de saludar.

—¿En serio? Llego tarde y ni siquiera has fregado los platos.

—Estoy cansado.

—¿Dónde está Martina?

—Durmiendo. Le pedí una pizza.

Lucía entró en la cocina sin decir nada. Le temblaban las manos. Un día, revisando su cuenta, vio que Alejandro había sacado tres mil euros de sus ahorros para un portátil nuevo.

—¿Qué dinero tuyo? —se sorprendió él—. El presupuesto es común.

—¿Común? Pero cuando pido ayuda en casa, solo hablas de tu contribución a la familia.

La gota que colmó el vaso fue el cumpleaños de Martina. Lucía pasó una semana preparando la fiesta. Alejandro prometió llegar temprano y ayudar.

*”Perdona, me retraso en el trabajo. Espero que lo puedas gestionar”*, escribió una hora antes.

Lucía miró el mensaje. Algo se rompió dentro de ella. Esa noche, mientras acostaba a Martina, tomó una decisión.

Alejandro llegó más tarde que nunca.

—Lucía, plancha mi camisa para mañana. ¿Y por qué no hay cena?

Ella se giró lentamente.

—Prepáratela tú, limpia y gana dinero. No soy tu asistenta.

Entró en el dormitorio y sacó una bolsa que ya tenía preparada.

—¿Adónde vas? —Alejandro apareció en la puerta.

—Al revés: he vuelto en mí. Ya no puedo más.

—¿Qué pasa? Vivimos como todo el mundo…

—¿Como todo el mundo? Solos estando juntos. Hace tiempo que no estás, Alejandro. Tú vas por tu lado, y yo… solo soy la sirvienta.

Entró en la habitación de Martina y la levantó con cuidado.

—¡Espera! —Alejandro bloqueó la puerta—. Tenemos una familia, una hija…

—¿Familia? Hace tiempo que dejamos de serlo.

—No. Lo he decidido.

La pequeña habitación alquilada las recibió en silencio. El móvil no paraba de sonar. Alejandro amenazaba, suplicaba que volviera.

—Lo cambiaré todo —decía.

—No, Alejandro. No cambiarás nada. Porque ni siquiera entiendes qué hay que cambiar.

Los días se convirtieron en semanas. Lucía se adaptó poco a poco. Por primera vez en mucho tiempo, sonreía por las mañanas y la fatiga constante desapareció.

Alejandro siguió llamando, pero cada vez menos. Un día, fue a su trabajo con flores.

—Intentémoslo de nuevo. Lo he entendido todo.

—Demasiado tarde —dijo Lucía, negando con la cabeza—. Ya no creo en promesas.

Poco a poco, notó que tenía más tiempo y energía. Se apuntó a un curso, salió más con amigas. Y, sobre todo, aprendió a escucharse. Ahora, al dormir en esa pequeña habitación alquilada, ya no se sentía sola. Por fin era ella misma. Y esa libertad valió todos los miedos y dudas.

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MagistrUm
¡Prepárate, limpia y gana dinero tú mismo! No soy tu sirvienta, ¡grité al salir!