¡Prepárale a tu hijo lo que más le gusta, tú misma! O solo viniste a dar órdenes en nuestra casa.

**Diario de un hombre — 12 de mayo**

—¡Tú qué sabrás de cocina! —soltó bruscamente Valentina López, arrebatándole la olla a su nuera, Elena—. ¡Hacer unas gachas de avena es todo un arte!

Elena se quedó plantada en medio de su propia cocina, sin dar crédito a lo que veía. Llevaba apenas tres días viviendo con ellos “hasta que terminaran las obras”, y ya había conseguido revolverles la vida.

—Valentina —dijo Elena con calma—, esta es mi cocina. Yo decido qué se cocina aquí.

—¿Tuya? —la suegra soltó una risa burlona—. ¿Y quién pagó el piso? ¡Mi hijo! Así que soy tan dueña como tú.

Algo se rompió dentro de Elena. A sus cuarenta y dos años, estaba acostumbrada a ceder. Trabajar en la guardería le había enseñado paciencia. Pero esto era demasiado.

Valentina había aparecido el domingo con tres maletas enormes.

—Voy a quedarme unas semanas —anunció, como si nada.

Sergio, el marido de Elena, se convirtió en un pelele, como siempre que su madre entraba en escena.

—Claro, mamá, siéntete como en casa.

Y así empezó el caos. Valentina lavó toda la ropa, reorganizó los muebles, tiró la mitad de las plantas —”son un nido de polvo”—. Al segundo día, atacó la cocina, desechando todas las especias “raras”. Sergio ni pío.

—Vamos, aguanta un poco —le dijo a su mujer—. Es mi madre, y tiene más experiencia.

Ahí comprendió Elena que estaba sola.

La gota que colmó el vaso llegó esa misma mañana. El olor a quemado la despertó. Al entrar en la cocina, vio la olla humeando mientras Valentina hablaba por teléfono junto a la ventana.

—¡Valentina! ¡Se está quemando todo!

—Bah, no es nada —respondió la suegra, quitándole importancia.

Elena corrió hacia la olla. Estaba arruinada.

—¡Era mi favorita!

—Pues mira, al menos las gachas tienen buena corteza —refunfuñó Valentina.

En ese momento, apareció Sergio.

—¿Qué pasa aquí?

—Tu mujer grita por una olla —se quejó su madre.

—Elena… no exageres —suspiró él—. Mamá solo intenta ayudar.

Entonces, algo se quebró en Elena. Miró a su marido, a su suegra, a la olla destrozada.

—¿Saben qué? —dijo con voz clara—, ya está bien. Valentina, si esta es su casa, cocine usted. Y limpie. Y lave. Yo me voy de compras.

—¿Qué haces? —preguntó Sergio, desconcertado.

—Lo que debí hacer desde el primer día. Defender MI casa. Valentina, puede quedarse, pero bajo MIS normas. Este es MI hogar, y aquí mando YO.

—¡Qué insolencia! —gritó la suegra—. ¡Sergio, estás oyendo esto?

—Sí —respondió él con calma—. Mamá, Elena tiene razón. Es su casa. Sus reglas.

Valentina abrió la boca, atónita.

—¡Pero soy tu madre!

—Por eso mismo —dijo Sergio, firme—, debes respetar a mi mujer y mis decisiones.

Los días siguientes transcurrieron en silencio tenso. Valentina puso cara de ofendida, pero acató las normas. Una semana después, hizo las maletas.

—¿Ya terminaron las obras? —preguntó Elena.

—No —respondió secamente—. Pero me voy a casa de mi hermana. Allí… hay más paz.

Elena asintió. Sabía que su suegra no soportaba vivir donde no mandaba.

Cuando la puerta se cerró, Elena no sintió alivio, sino vacío.

—No te preocupes —la abrazó Sergio—. Mamá es orgullosa, pero no tonta. Creo que ha entendido que contigo no se juega.

Esa noche, Elena tomó un café en su cocina. Su hogar. Sus reglas. Su vida. Había aprendido que a veces hay que enseñar los dientes para ser respetada. Y que un hombre de verdad apoya a su mujer, aunque eso implique elegir entre ella y su madre. Fuera, las violetas florecían. La vida seguía, y ahora Elena sabía: era dueña no solo de su casa, sino de su destino.

**Lección:** A veces, poner límites duele, pero es la única forma de vivir en paz.

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MagistrUm
¡Prepárale a tu hijo lo que más le gusta, tú misma! O solo viniste a dar órdenes en nuestra casa.