¡Pero si no sabes ni freír un huevo! — soltó Valentina Andrés, arrebatando la cazuela de las manos de su nuera, Lucía. — ¡Hacer unas gachas de puro arte no es cualquier cosa!
Lucía se quedó plantada en medio de su propia cocina, sin dar crédito a lo que veía. Llevaba solo tres días con su suegra viviendo en casa “por unas obras” y ya lo había revolucionado todo.
—Valentina Andrés —dijo Lucía con voz baja pero firme—, esta es mi cocina. Yo decido qué se cocina aquí.
—¿Tuya? —la suegra soltó una risita—. ¿Y quién pagó este piso? ¡Mi hijo! Así que aquí mando igual que tú.
Algo dentro de Lucía se rompió en ese momento.
A sus cuarenta y dos años, estaba acostumbrada a ceder. Trabajar en la guardería le había enseñado paciencia. Pero lo que estaba pasando en su casa ya era demasiado.
Valentina Andrés apareció el domingo con tres maletas enormes.
—Me tocará quedarme una semanita, lo justo —anunció con energía.
Alejandro, el marido de Lucía, como siempre que su madre aparecía, se convirtió en un pelele.
—Claro, mamá, quédate todo lo que necesites.
Y empezó el caos. Valentina lavó toda la ropa, reorganizó los muebles, tiró la mitad de las plantas —”son un nido de polvo”— y al segundo día se lanzó sobre la cocina, desechando todas las especias “raras”. Alejandro no decía nada.
—Venga, Lucía, aguanta un poco —le dijo a su mujer—. Es mi madre. Y tiene más experiencia.
En ese instante, Lucía supo que estaba sola.
Y por la mañana ocurrió la gota que colmó el vaso. Se despertó con olor a quemado. Corrió a la cocina y encontró una cazuela humeando mientras Valentina hablaba por teléfono, tranquilísima.
—¡Valentina! ¡Hay algo ardiendo ahí!
—Bah, no exageres —respondió la suegra, apartando el humo con la mano.
Lucía corrió hacia los fogones. La cazuela estaba perdida.
—¡Era mi favorita!
—Y qué, ¡al menos las gachas han quedado con su puntito!
En ese momento apareció Alejandro.
—¿Qué pasa aquí?
—Tu mujer gritando por una cazuela —se quejó Valentina.
—Lucía… —dijo Alejandro, cansado—, no es para tanto. Mamá solo intenta ayudar.
Y entonces algo dentro de Lucía estalló. Miró a su marido, a su suegra, a la cazuela arruinada…
—Sabéis qué —dijo tranquila pero con una voz que cortaba el aire—, ya basta. Valentina Andrés, si esto es también tu casa, cocina tú, limpia tú, lava tú. Yo me voy a comprar.
—¿Qué haces? —preguntó Alejandro, desconcertado.
—Lo que debería haber hecho hace tres días. Defiendo mi casa. Tú, Valentina, puedes quedarte. Pero bajo MIS normas. Esto es MI casa, y aquí la que manda soy YO.
—¡Qué descaro! —bufó la suegra—. ¡Alejandro, oyes esto!
—Sí, lo oigo —dijo él, sorprendentemente en calma—. Mamá, Lucía tiene razón. Es su casa, y sus normas.
Valentina abrió la boca, escandalizada.
—¡Pero si soy tu madre!
—Por eso mismo deberías respetar a mi mujer y mis decisiones —respondió él con firmeza.
Los siguientes días transcurrieron en un silencio tenso. Valentina puso cara de ofendida, pero cumplió las reglas de Lucía. A la semana, hizo las maletas.
—¿Terminaron las obras? —preguntó Lucía.
—No —respondió secamente la suegra—. Pero me voy a casa de mi hermana. Allí… hay más tranquilidad.
Lucía entendió: a Valentina no le gustaba vivir donde no mandaba.
Cuando la puerta se cerró, Lucía no sintió alivio, sino vacío.
—No te preocupes —la abrazó Alejandro—. Se ofende fácil, pero no guarda rencor. Creo que ha entendido que contigo no se juega. Dijo que siempre supo que no eras una blanda, y que está orgulloso de ti.
Esa noche, Lucía se sentó en la cocina con un café. Su casa. Sus reglas. Su vida. Había aprendido que a veces hay que enseñar los dientes para ganarse el respeto, y que un hombre de verdad apoya a su mujer, aunque tenga que elegir entre ella y su madre. Fuera, florecían los geranios en el balcón. La vida seguía, y ahora Lucía sabía: era dueña no solo de su hogar, sino de su destino.