Tienes que poner la mesa
– ¡Lucía, nos vemos en tres días! Y no olvides preparar tu famosa empanada de carne. Es tan deliciooosa… – decía alegremente por teléfono su suegra, Ángela.
Sin embargo, Lucía no estaba para celebraciones. Terminó la llamada y se dejó caer pesadamente en la silla. En pocos días sería Semana Santa, y todos los familiares de su marido, Javier, se reunirían en su casa.
– Tienes un piso tan amplio, hay espacio para todos. Antes nos apretujábamos en nuestras pequeñas habitaciones. Pero aquí hay lugar para reunirse toda la familia – sentenció la suegra hace dos años.
Ahora Lucía empezaba a detestar su amplio y espacioso piso por el cual tendrían que seguir pagando la hipoteca durante mucho tiempo. Solo por el piso, toda la tropa de familiares venía, desordenaba y no la dejaba dormir.
Javier entró en la cocina y la besó en la cabeza.
– ¿Todo hablado con mamá? – preguntó.
– Sí, otra vez lo celebraremos aquí. Javier, – suplicó, – ¿podrías hablar con ella?
Javier frunció el ceño.
– Lucía, ya hemos hablado de esto. A mamá le encantas, ¡adora tus platos! ¿Cómo puedo decirle que no venga? Además, ya está jubilada. No vas a hacer que cocine para todos, ¿verdad? Crió a cuatro hijos, hay que reconocer su mérito. Merece descansar.
Lucía siempre cedía ante las peticiones de su marido. Pero para sus adentros pensaba: «¿Y quién se ocupa de mí? ¿Por qué tengo que alimentar y atender a toda una multitud en una festividad?»
Acabaría yendo a comprar los ingredientes al día siguiente, y el día antes de Semana Santa, se puso manos a la obra en la cocina. Hasta altas horas de la noche estuvo preparando comida para todos. Vendrían todos los hijos de su suegra con sus familias, ¡más de diez personas!
– ¿Por qué estoy sola en esto? ¿Nadie puede venir a ayudar? Vale, no tu madre, pero alguna de las esposas de tus hermanos, ¿no? ¿O también están de merecidas vacaciones? – dijo, mientras amasaba la masa para la empanada.
Javier la miró sorprendido.
– Sabes que mis hermanos no saben cocinar, igual que yo. Y mis cuñadas… están ocupadas, unas con los niños y otras con el trabajo. No puedo simplemente sacarlas de sus planes, Lucía. No sería correcto.
– ¿Y yo sí? Yo también trabajo. Aunque sea desde casa, no significa que no me canse, Javier.
– No te enfades, – dijo su marido mientras la abrazaba por la cintura. – Todo irá bien. Nos reuniremos, celebraremos la Semana Santa juntos y todos elogiarán tu comida. Eso te levantará el ánimo.
Y Lucía otra vez cedió. Esa noche, al caer rendida en la cama, no pudo conciliar el sueño. Después de un día tan intenso, debería haberse dormido enseguida, pero el sueño no venía. Pensaba, analizaba, se preocupaba.
«¿De qué me sirven sus elogios? Yo también quisiera llegar a todo hecho, sin gastar tiempo, dinero ni esfuerzo».
Temprano por la mañana, cuando apenas había logrado dormirse, la despertó una llamada. Su suegra decidió felicitar primero a la familia de su hijo mayor. Y luego Ángela anunció:
– En una hora estaremos todos allí. Ayer se lo dije a todos, así que ve poniendo la mesa, – su voz era animada y alegre.
Lucía no tenía fuerzas para levantarse. Ya se imaginaba sirviendo la mesa, yendo y viniendo a la cocina para traer y llevar platos.
– No quiero, – gimió en la almohada.
– Lucía, ¿por qué sigues en la cama? ¡Mamá y los invitados llegan pronto! – Javier estaba en la puerta y la miraba con desaprobación.
– Ya voy, – respondió ella a regañadientes y se sentó. “Tú puedes hacerlo, eres fuerte”, se dijo mientras se dirigía al baño.
Se alentaba de todas las maneras posibles. Logró tener todo listo y caliente a tiempo.
… En la mesa reinaba el bullicio. Las familias compartían impresiones, planes e historias. Junto a Lucía, su suegra no dejaba de alabarla:
– ¡Qué bien cocina nuestra Lucía! Todo está tan rico, hija, yo nunca podría preparar una mesa así, – sonreía abiertamente, estrechaba la mano de su nuera y la miraba con aprobación.
Lucía aceptaba las felicitaciones sin entusiasmo, pero se levantaba frecuentemente. Salía al balcón para escapar del ruido y las preguntas sobre hijos. Ella y Javier habían decidido esperar un poco antes de tenerlos. Pero eso no importaba mucho a los familiares.
– ¡Lucía! – llamaba la voz de su suegra. – Es hora del postre. ¿Dónde te has escondido?
Ángela entró en el pequeño espacio del balcón.
– ¿Fumas? – preguntó sorprendida.
– ¿Qué? ¡Claro que no! – se estremeció Lucía. – Simplemente salí a tomar aire fresco, está un poco cargado en casa.
– Sí, claro. Con los niños dentro no se pueden abrir las ventanas. Por un momento pensé que te gustaba… Vamos, ni lo pienses, que todavía tienes que darme nietos, – bromeó su suegra amenazando con el dedo.
Lucía esbozó una sonrisa forzada. Pero Ángela no se percató.
– Ven, hay que limpiar y servir el postre.
– Voy…
Cuando regresaron al salón, su suegra se sentó enseguida. Lucía se quedó sola. Recogió los platos sucios, los llevó a la cocina, puso el postre y colocó los cubiertos nuevos. Todo sola.
– Tu tarta es la mejor del mundo, – la alabó otra vez su suegra.
Lucía se retiró rápidamente a la cocina. Empezó a lavar los platos para mantenerse ocupada. En esos momentos lamentaba no haber comprado aún un lavavajillas. Su compra se posponía constantemente.
Dos horas después, los invitados empezaron a despedirse.
– Javi, ¿puedes llevarme a casa? – preguntó Ángela.
– Por supuesto, mamá, solo tomo las llaves.
Cuando Lucía se quedó sola en el piso, se dejó caer agotada en el sofá. El lugar era un caos total. La multitud de invitados y varios niños habían dejado su huella. No quedaba rastro de la limpieza del día anterior.
– “Tengo que levantarme y terminar todo, – se decía. – Si lo dejo, mañana me enfadaré más conmigo misma. Ah…”
Con un suspiro silencioso, se levantó de la cama. Empezó a recoger la vajilla sucia, los manteles y las toallas fueron a la colada. La mesa volvió a su rinconcito en el salón. Primero lavó todos los platos, cubiertos y vasos. Guardó las sobras de comida en contenedores. Luego pasó la aspiradora por toda la casa y fregó el suelo.
– “Me merezco algo bueno por todo este esfuerzo”…
Lucía llenó la bañera, añadió su bomba de baño favorita y puso música. El agua caliente relajaba sus músculos tensos y cansados. Por primera vez en horas cogió su teléfono. Ahí estaba un mensaje de su marido:
«Mam�� ha sugerido que me quede. Regresaré mañana».
– “No esperaba otra cosa. Como siempre…”
Javier sabía bien que Lucía estaría limpiando ese día. Pero accedió a quedarse con su madre, en lugar de ayudar a su esposa.
– “Tal como me tratan, así responderé. ¡Basta ya!” – decidió para sí misma.
Un mes pasó volando. Se acercaba otra celebración. La llamada de su suegra no tardó en llegar:
– Lucía, ¡pon la mesa! Venimos el viernes a celebrar el cumpleaños del hermano menor de Javier.
– Claro, la mesa está lista. Pero otros tendrán que cocinar. Tengo muchísimo trabajo y debo ir a la oficina. No sé cuándo terminaré, – suspiró con fingida pena Lucía. – No sé siquiera si podré estar en la fiesta…
– ¿Qué? ¿Cómo es eso?
– Trabajo, ya sabes.
– Bueno, buscaré una solución. Qué pena… – suspiró su suegra.
– Hasta luego, – colgó y sonrió.
Pasó esa noche festiva en casa de una amiga. Al día siguiente hizo que Javier arreglara todo, era el cumpleaños de su hermano después de todo.
Cuando se acercó el cumpleaños de su suegra, Lucía decidió tomarse unas vacaciones y visitar a sus padres en la ciudad vecina. Le entregó su regalo con antelación y les dio la noticia.
– Ay, ¿pero dónde celebramos?
– Javier los atenderá, pero yo no estaré en casa.
– ¿Y la cocina?
– Pueden pedir algo. O las otras nueras pueden cocinar algo. ¡Ustedes pueden lograrlo!
Las siguientes celebraciones las pasó en casa. Pero la mesa solo tenía embutidos y un pastel comprado. Siempre repetía lo mismo:
– No he tenido tiempo para cocinar, estoy hasta arriba por el trabajo. Pueden pedir algo si lo desean.
Pero nadie quería abrir la cartera y gastar. Al llegar Año Nuevo, todos los familiares entendieron que ya no podrían depender de Lucía. Y sus deseos de celebrar juntos disminuyeron de inmediato.
Ese Año Nuevo, Lucía y Javier lo pasaron juntos, lo cual a ella encantó. Su plan había funcionado. Alzando la copa de cava, pensó para sí misma que había hecho bien y había que brindar por ello).