Oye, qué fuerte es esto del favoritismo, ¿verdad? A veces los que más nos duelen no son los extraños, sino los que se supone que son familia. Mira, te cuento mi rollo. Me llamo Lucía, llevo seis años casada con Javier, y tenemos un hijo increíble, Pablo. Pero desde que nació, hay una sombra en nuestra vida: el desinterés de su abuela paterna, mi suegra.
Todo empezó antes de que Pablo viniera al mundo. Cuando conocí a Javier, él ya llevaba dos años divorciado. Tenía un hijo de cinco años de su primer matrimonio. Nunca lo escondió, pagaba la manutención y lo veía, pero dejó claro que con su ex no había vuelta atrás. Los dos pensamos que podríamos empezar de cero.
Mi suegra, desde el principio, fue fría conmigo. No grosera, pero distante. Quizá porque añoraba a su primera nuera, o porque me veía como la “intrusa”, aunque Javier y ella ya habían terminado mucho antes. Intenté no darle importancia… pero luego vino lo que más duele.
Cuando nació Pablo, ni siquiera nos llamó. Nada de felicitaciones, ni visita, silencio total. Mientras tanto, seguía viendo a su otro nieto cada semana: lo llevaba a actividades, le compraba regalos… Pero con Pablo, como si no existiera.
Javier se sintió fatal, pero pensó que era cosa de tiempo. “Mi madre es un poco tradicional—decía—. Dale tiempo”. Hasta quiso llevar a Pablo a verla, pero yo me negué. ¿Cómo dejar a mi bebé con alguien que ni siquiera lo ha mirado? ¿Y si lo rechazaba?
Los años pasaron. Pablo ya va a cumplir cuatro, es un niño alegre y cariñoso. Su hermano mayor viene a menudo y se llevan genial, gracias a Dios. Mis padres lo adoran, vienen todos los fines de semana. Pero su otra abuela… ni señales.
Ni en su primer cumpleaños, ni en el segundo, ni en el tercero. No insistimos—para qué humillarnos. Llegó un punto en que dejé de esperar. Si no quiere estar, pues no está. Si no siente nada, no es su abuela de verdad.
Lo peor es ver la cara de Javier. No lo dice, pero sé que le duele. Siempre vio a su madre como buena persona, y no entiende cómo puede ignorar así a su propio nieto. Ha hablado con ella, pero se escuda en excusas: que si está cansada, que si no tiene salud, que si no puede…
Él sigue esperando que un día toque a la puerta con un pastel y diga: “Perdón, me equivoqué”. Yo ya no espero nada. Y no quiero que Pablo crezca esperando un milagro que nunca llegue.
Le hemos dado todo el amor que podemos. Tiene padres que lo adoran, abuelos maternos que no faltan, un hermano mayor… Si su otra abuela no está, pues qué le vamos a hacer. No voy a obligar a nadie a quererlo.
Pero, oye, a veces pienso: ¿y si un día me pregunta por qué su abuela nunca viene? ¿Por qué a su hermano sí lo quiere y a él no? ¿Qué le digo? ¿Que no lo quiere? ¿Que es un extraño para ella?
No quiero que se sienta menos, pero tampoco le mentiré. Mejor que crezca sabiendo que el cariño no se exige: o te lo dan, o no.
Javier todavía no lo asimila. Sigue creyendo que su madre recapacitará. Yo solo rezo para que Pablo nunca note ese frío que yo sentí. Porque no hay dolor como la indiferencia de los tuyos.
Y si mi suegra algún día lee esto, que sepa: nuestra puerta está abierta… pero no para siempre. El amor de un nieto no se gana con palabras, sino con hechos. Y el tiempo no espera a nadie.