¡¿Por qué tu madre puede vivir aquí y la mía no?!
Llegué a casa después de un día agotador, y ahí estaba: mi suegra, Carmen López, deshaciendo su maleta en el salón. Me quedé petrificada, sin creer lo que veía. Si esto fuera una comedia, me reiría, pero es mi vida y no tiene gracia. Resulta que decidió “quedarse un par de semanas” para “ayudar” con el niño y la casa. Según ella, yo, claro, no me apaño.
Mi suegra es una mujer de armas tomar, pero he aprendido a aguantar sus rarezas. Lo que me sacó de quicio fue mi marido, Javier. Se me acercó con cara de pocos amigos y soltó: “¿Por qué tu madre puede quedarse semanas y la mía no?” Casi me atraganto de la indignación. Mi madre vive en otra ciudad, a cientos de kilómetros de Madrid, y nos visita dos veces al año. ¿Y la suya? ¡Vive en el barrio de al lado, a diez minutos, y aparece cuando le da la gana!
Carmen nunca ha trabajado. Tiene un título, pero su marido, mi suegro, siempre dijo que el lugar de una mujer estaba en casa, entre ollas y niños. Ella ni se quejó. Su vida giraba en torno a la familia, o mejor dicho, en torno a Javier, su único hijo. Soñaba con una familia numerosa, pero tras un parto difícil no pudo tener más hijos. Toda su amor, hasta la última gota, se lo dio a él. Cómo no se ahogó en tanta sobreprotección es un misterio. Pero incluso ahora, con canas en la cabeza, lo trata como si fuera un niño.
Por su intromisión, Javier y yo discutimos sin parar. Ella cree que no llevo bien la casa, que mi trabajo estorba, que no atiendo suficiente a nuestro hijo ni a él. Yo no pienso tolerar sus consejos ni sus ganas de cambiarlo todo. Por suerte tenemos piso propio —gracias a mis padres, que nos ayudaron con el dinero—. Lo decoramos a nuestro gusto, sin hipotecas. Pero, como castigo, acabamos a dos calles de su casa. ¿Casualidad? Más bien maldición.
Al principio venía todos los días. Javier se hartó tanto como yo, y hasta mi suegro protestaba porque no tenía la cena lista. Así que se limitó a los fines de semana. Pero cuando nació nuestro hijo, Lucas, todo volvió a empezar. Desde la mañana hasta la noche, estaba ahí: lavando pañales, haciendo purés, enseñándome a envolver al niño “como es debido”. Estaba al límite. Una vez no le abrí la puerta, ¡y armó un escándalo que hasta amenazó con llamar a la policía! Javier intentó hablar con ella, pero no duraba ni una semana sin meter sus “opiniones expertas”.
Mi madre, Luisa García, vive lejos, en Barcelona, y todavía trabaja. Viene dos veces al año y, lógicamente, se queda con nosotros —¿o iba a pagar un hotel?—. Esos días mi suegra enloquece de celos. “Con tu madre eres su amiga, y con la mía peleas”, me reprochaba Javier, comiéndose sus quejas. Intenté explicarle: “Veo a mi madre dos veces al año, y a la tuya casi a diario. ¡Y la mía no se mete en nuestras vidas como hace la tuya!”. Pero él solo se enfadaba.
La última locura de mi suegra me dejó helada. Llegué a casa, y ahí estaba, colgando sus vestidos en el armario como si nada. Resulta que mi suegro se fue de pesca, y ella quiso “aprovechar” para “salvar” a nuestra familia de mi “desastre”. Casi estallo. En la cocina, conteniendo el furor, le espeté a mi marido: “¿Estás en tus cabales? ¿Qué es este circo?”.
Se encogió de hombros: “Mamá solo quiere ayudar. ¿Qué tiene de malo?”.
“¡No quiero su ayuda! ¡Se mete en todo, cambia las cosas de sitio, me dice cómo vivir!”, le respondí, con los puños apretados.
“Y tu madre se queda aquí, y yo no digo nada. ¿Por qué la mía no puede?”, replicó él.
No pude más: “Si mañana tu madre sigue aquí, me llevo a Lucas y me voy a casa de mi madre. Luego pediré el divorcio. Estoy harta de esta farsa. Elige: yo o ella”.
Javier me miró como si fuera su enemiga. Pero no era una broma. No puedo seguir viviendo bajo el yugo de su madre, que asfixia nuestra familia con su “cariño”. Si él no la frena, me voy. Y no es una amenaza, es un grito del alma.