¿Por qué tu madre vive con nosotros y la mía no?

¡Por qué tu madre vive con nosotros y la mía no puede!

Llegué a casa después de un día agotador y, ¡sorpresa!, en el salón estaba mi suegra, Dolores Martínez, desempacando sus cosas como si tal cosa. Me quedé paralizada, sin creer lo que veía. Si esto fuera una comedia, me reiría, pero es mi vida real, y la gracia se me escapó. Resulta que decidió “pasarse unos días” con nosotros para “ayudar” con el niño y la casa. Según ella, claro, yo no doy la talla.

Dolores es una mujer de armas tomar, pero con los años he aprendido a ignorar sus rarezas. Sin embargo, mi marido, Fernando, me remató. Con toda la seriedad del mundo, me soltó: “¿Por qué tu madre puede quedarse semanas aquí y la mía no?” Casi me da un soponcio. Mi madre vive en Málaga, a más de quinientos kilómetros de Madrid, y nos visita dos veces al año. ¿Y la suya? ¡En el barrio de al lado, a diez minutos caminando, y aparece cuando le da la gana!

Dolores jamás ha trabajado. Tiene un título, pero su marido, mi suegro, creía firmemente que la mujer debía estar en casa, entre cacerolas y pañales. Ella jamás se quejó. Su mundo giraba en torno a la familia, o mejor dicho, en torno a Fernando, su único hijo. Soñaba con una prole numerosa, pero tras un parto complicado, no pudo tener más. Toda su amor lo volcó en él. Cómo no se ahogó con tanto mimo es un misterio. Pero incluso ahora, con canas y todo, lo trata como si fuera un crío.

Sus intromisiones nos tienen a Fernando y a mí en constantes peleas. Según ella, no llevo bien la casa, mi trabajo es un estorbo y no atiendo lo suficiente a nuestro hijo ni a mi marido. Yo no pienso aguantar sus consejos no solicitados ni su manía de reorganizar todo a su manera. Menos mal que tenemos piso propio —gracias a mis padres, que nos echaron un cable—. Lo decoramos a nuestro gusto, sin hipotecas ni agobios. Pero, ¡mala suerte!, quedaba a dos pasos de su casa. ¿Casualidad? Más bien, mala sombra.

Al principio venía a diario. Hasta Fernando se cansó, y mi suegro se quejaba de no encontrar la cena lista. Así que redujo sus visitas a los fines de semana. Pero cuando nació nuestro hijo, Lucas, volvió la invasión. De sol a sol, metida en todo: lavando ropa, haciendo purés, enseñándome a “poner bien los pañales”. Estaba harta. Una vez no le abrí la puerta y armó un escándalo de órdago, amenazando con llamar a la policía. Fernando intentó hablar con ella, pero no duraba más de una semana sin opinar sobre todo como si fuera una experta.

Mi madre, Carmen Ruiz, vive lejos y todavía trabaja. Viene cada seis meses y, claro, se queda con nosotros —¿o iba a pagar un hotel?—. En esas ocasiones, mi suegra enloquece de celos. “Con tu madre eres su colega, y con la mía te aguantas”, me reprochaba Fernando, contagiado por sus quejas. Intenté explicarle: “A mi madre la veo dos veces al año, ¡y la tuya casi a diario! Además, la mía no se entromete como la tuya”. Pero él solo se ofendía.

El colmo fue su última jugada. Llegué a casa y la encontré colgando sus vestidos en nuestro armario. Resulta que mi suegro se fue de pesca y ella aprovechó para “salvarnos” de mi “desorden”. Casi estallo. En la cocina, conteniendo la furia, le espeté a Fernando: “¿Estás bien de la cabeza? ¿Qué pinta aquí tu madre sin avisar?”.

Él se encogió de hombros: “Solo quiere ayudar. ¿Qué tiene de malo?”.

“¡No quiero su ayuda! Lo revuelve todo, me dice cómo vivir?”, le dije con los dientes apretados.

“Y tu madre se queda aquí, ¡y yo no digo nada! ¿Por qué la mía no puede?”, se defendió.

Perdí los papeles: “Si mañana tu madre sigue aquí, me voy con Lucas a casa de mi madre. Y luego, divorcio. Elige: yo o ella”.

Fernando me miró como si fuera el enemigo. Pero no bromeaba. Estoy harta de vivir bajo el yugo de una suegra que ahoga a esta familia con su “cariño”. Si no pone límites, me largo. No es una amenaza, es un grito del alma.

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