**Diario de Lucía**
¿Qué coño haces con mi ordenador? — Alejandro se plantó delante de mí con una mirada que nunca antes le había visto.
Llegué del instituto y desde la entrada noté ese olor agrio a alcohol. Los ronquidos que venían del salón confirmaron lo de siempre: mi padre, otra vez borracho. Sin pensarlo, me dirigí a la cocina.
Mi madre estaba frente al fregadero, pelando patatas. Al oír mis pasos, se giró. Con solo mirarla, noté su mejilla hinchada y enrojecida.
—Mamá, vámonos de aquí. ¿Cuánto más vamos a aguantar? Podría matarte algún día— dije con rabia.
—¿Y adónde iremos? Nadie nos quiere. No tenemos para alquilar un piso. No temas, no me matará. Es un cobarde. Solo sabe levantar la mano conmigo— respondió, mirando al suelo.
A la mañana siguiente, me despertó un ruido extraño. Me asomé a la cocina y vi a mi padre bebiendo agua directamente de la tetera, con la cabeza echada hacia atrás. Observé fascinada cómo su nuez subía y bajaba. Escuché el gluglú del agua al pasar por su garganta. *Que se ahogue. Por favor, que se ahogue*, pensé con odio.
Pero no se ahogó. Dejó la tetera, resopló satisfecho y me miró con esos ojos hinchados y rojizos antes de dirigirse al baño.
Sentí un escalofrío al imaginarme a mi madre llenando esa misma tetera sin lavarla, con la saliva y el aliento de él aún dentro. La agarré y la restregué con una esponja, jurándome que nunca volvería a usar agua sin antes limpiarla bien.
En las vacaciones de Navidad, el instituto organizó un viaje a Barcelona. Cuando volví, mi madre estaba en el hospital.
—¿Ha sido él?— pregunté bruscamente al ver su cabeza vendada.
—No, qué va. Me resbalé en la calle, había hielo.
Pero supe que mentía.
Los golpes repetidos en la cabeza le causaron hipertensión. Seis meses después, tuvo un derrame cerebral y murió. En el velorio, mi padre lloró con lágrima embriagada, lamentando la pérdida de su *querida Antonia* mientras la insultaba entre dientes.
Dijo que yo era igual que ella, que si intentaba dejarlo, me mataría. Aguardé con ansias el final del instituto. No fui a la graduación. Al día siguiente, recogí mi diploma en secreto. Mientras él trabajaba, empaqué mis cosas y escapé.
Mi padre me daba dinero para la compra, y yo guardaba algo cada vez. Incluso le robaba del bolsillo cuando dormía. No era mucho, pero me alcanzaría para un tiempo. Ya había decidido marcharme, trabajar y estudiar a distancia.
No temía que me buscara. El policía del barrio y los vecinos sabían de su alcoholismo; no ayudarían. Me fui a Madrid, alquilé un piso barato en las afueras y conseguí trabajo en un *Pollo Loco*. Me ayudaron con los trámites, el carné sanitario… Hasta me daban comida gratis.
Me matriculé en un ciclo formativo de contabilidad a distancia. Cuando en el trabajo se enteraron, me pusieron en caja.
Algunos chicos intentaron ligar conmigo. *”Al principio son todos dulces y cariñosos, pero luego empiezan a beber o a engañarte. No sé qué es peor. No confíes en sus palabras bonitas, hija. Yo también era guapa. Tu padre no bebía cuando nos conocimos. Nos queríamos. ¿Y ahora? ¿Qué demonio le pasó?”*, solía decir mi madre.
Recordé sus palabras y rechacé a todos. Ya había visto suficiente con mis padres.
Mi madre, el día de pago, compraba lo básico: pasta, azúcar, legumbres, latas… lo que durara. Mi padre malgastaba el dinero, pero nunca faltó comida, aunque fuera simple. Ahora yo hacía lo mismo.
Volvía a casa con las bolsas pesadas. Un chico, absorto en el móvil, casi me choca.
—Perdona— dijo, alzando la vista.
Iba a soltar un *”mira por dónde vas”*, pero me encontré con una sonrisa sincera.
—No pasa nada, yo tampoco vi— contesté, devolviéndole la sonrisa.
Se ofreció a ayudarme. Dudé, pero al final le di la bolsa. *Nadie con esa sonrisa puede ser malo*. Nos presentamos. Alejandro me acompañó hasta la puerta, pero no le dejé subir.
Al día siguiente, apareció en el *Pollo Loco*. Dijo que fue casualidad, pero yo sabía que no. Empezamos a salir.
Me contó que estaba divorciado, que tenía una hija pequeña a la que adoraba. Le dejó el piso a su ex y vivía con un amigo. *”Nos casamos por tontería. No teníamos nada en común. A veces pasábamos días sin hablarnos”*.
Hablaba mucho de su hija, y eso me convenció. *Un hombre que quiere tanto a su hija es de fiar*. Un mes después, me propuso vivir juntos.
—Alquilamos algo mejor, cerca del centro. Entre dos es más fácil.
Acepté. Flotaba de felicidad. *Por fin una familia normal*. Nos mudamos a un piso amplio, celebramos el comienzo juntos. No pensaba en bodas, pero él hablaba de tener dos hijos: niño y niña. Y yo le creí.
Alejandro pagó dos meses por adelantado. Al tercero, con tono culpable, me pidió que lo hiciera yo.
—Es el cumple de mi hija. Le compré un regalo caro, más la pensión…
¿Qué duda cabía? Pagué sin pensarlo. Luego vinieron más excusas: su hija enferma, ayudar a sus padres… Y desde entonces, yo pagaba el alquiler. *Somos familia, aunque no sea oficial*.
Cuando supe que estaba embarazada, se lo dije feliz. No me levantó en brazos ni giró conmigo como en las películas. Solo asintió.
—Pensé que te alegrarías— dije, dolida.
—Es que no me lo esperaba. Claro que me alegro— me abrazó y me besó.
Me tranquilicé. Volví a cantar por la casa. Pero pasaba el tiempo, y él no me pedía matrimonio. Además, llegaron las náuseas. El olor de la comida me revolvía el estómago. Alejandro tuvo que cocinar.
—Mi ex no tuvo náuseas. ¿Seguro que estás bien?— preguntó irritado.
Sus palabras me dolieron. *¿Y yo qué soy?*
—Cada embarazo es diferente. Ya pasará— contesté, disimulando.
Las náuseas cesaron, pero vino un hambre feroz. Engordé sin control. Mi ropa ya no me entraba. Un día, Alejandro vio un vestido nuevo.
—No tenemos dinero, y tú comprando ropa— reprochó.
—Necesito algo que ponerme. ¿Otra vez un regalo caro para tu hija?— respondí.
—Es mi hija. Sí, le compraré lo que necesite. Sabías a lo que venías. Ella es lo primero— alzó la voz.
—¿Y yo? ¿Y nuestro hijo? ¿Acaso no lo quieres?— grité.
—No pensé que fueras así. Creía que lo habíamos hablado.
—¿Hablar? Tú hablabas, yo asentía porque te quería. Si tu hija es lo único que importa, no habrá ningún bebé— solté en un arranque.
No supe qué pasó después. Un zumbido en los oídos, su voz lejana. Noté cómo mi mejilla ardía bajo mi mano. Las lágrimas brotaron, calientes.
—Perdona, no me controlé. Lucía, ¿te duele mucho?— alcanzé a oír.
Intentaba apartar mi mano de la cara.
*Me ha pegado. ¡Me ha pegadoAlejandro me ayudó a levantarme del suelo, pero al día siguiente, mientras abrazaba a mi hijo en el hospital, juré que nunca permitiría que nadie volviera a hacernos daño.