**Diario de Elena**
*15 de marzo*
«¿Qué demonios haces en mi portátil?» gritó Alejandro, alzándose sobre mí. Nunca lo había visto así…
Había vuelto del instituto y, al entrar, el olor a alcohol lo llenaba todo. Desde la habitación de mi padre salía un ronquido profundo. Otra vez borracho. Pasé directa a la cocina.
Mi madre estaba frente al fregadero, pelando patatas. Al oír mis pasos, se giró. Sus ojos se encontraron con los míos, y noté al instante su mejilla roja e hinchada.
Mamá, vámonos de aquí. ¿Cuánto más vamos a aguantar? Algún día te matará dije con rabia.
¿Adónde iríamos? ¿Quién nos necesita? No tenemos para un alquiler. No temas, no me matará. Es un cobarde. Solo conmigo se atreve a levantar la mano.
Por la mañana, unos ruidos extraños me despertaron. Me asomé a la cocina y lo vi allí, inclinado sobre el fogón, bebiendo directamente de la tetera. Observé hipnotizada cómo su nuez subía y bajaba, mientras el agua caía por su garganta con un sonido repugnante. *Que se ahogue, por favor, Dios mío, que se ahogue*, pensé con odio.
Pero no se ahogó. Dejó la tetera, suspiró satisfecho, me miró con esos ojos rojos e hinchados y pasó junto a mí hacia el baño.
Arrugué la nariz al recordar que mi madre volvería a usar esa tetera sin lavarla, sin quitarle el rastro de su aliento. La agarré y la restregué con fuerza, prometiéndome que nunca bebería de ella sin limpiarla antes.
En las vacaciones de Navidad, el instituto organizó un viaje a Barcelona. Cuando regresé, mi madre estaba en el hospital.
¿Te ha pegado? pregunté con dureza al ver su cabeza vendada.
No, tonterías. Resbalé en el hielo.
Pero yo sabía que mentía.
Los golpes continuos le provocaron hipertensión. Seis meses después, sufrió un derrame cerebral y murió. Mi padre lloró en el velorio con lágrimas de borracho, unas veces lamentando la pérdida de su «querida Mari Carmen», otras maldiciéndola por lo mismo.
Decía que yo era igual que ella, que si intentaba abandonarlo, me mataría. Esperé con ansias terminar el bachillerato. No fui a la fiesta de graduación. Al día siguiente, recogí mi diploma en secreto. Mientras él trabajaba, empaqueté mis cosas y escapé.
Mi padre me daba dinero para comida, pero yo ahorraba parte. A veces, incluso le robaba del bolsillo mientras dormía. No era mucho, pero me alcanzó para empezar. Desde hace tiempo había decidido trabajar y estudiar a distancia.
No temía que me buscara. Todo el barrio conocía sus vicios; nadie le ayudaría. Me mudé a Madrid, alquilé un piso barato en las afueras y empecé a trabajar en un McDonalds. Me ayudaron con el carné de manipuladora de alimentos y me daban comidas gratis…
Me matriculé en un curso de contabilidad. Cuando vieron que estudiaba, me pusieron en caja.
Los chicos intentaban ligar conmigo. *«Al principio son todos dulces y amables, luego empiezan a beber o a engañar. No sé qué es peor. No te dejes engañar, hija. Yo también fui guapa. Tu padre no bebía cuando nos conocimos. Nos queríamos. ¿Qué pasó?»*, solía decir mi madre.
Recordé sus palabras y rechacé a todos. Había visto cómo terminaban esas historias.
Mi madre, el día de pago, compraba lo esencial: pasta, azúcar, cereales, latas… para que durara. Mi padre gastaba en alcohol, pero nunca faltó comida, aunque fuera aburrida. Ahora yo hacía lo mismo.
Iba a casa con una bolsa pesada que me cansaba los brazos. Delante, un chico iba mirando el móvil. Esperé que me viera, pero chocó conmigo.
Perdona dijo, alzando la vista.
Quise responder con furia, pero sus ojos eran cálidos, y me ruboricé.
No pasa nada, yo tampoco iba atenta sonreí.
Se ofreció a ayudarme. Dudé, pero le di la bolsa. No podía ser malo alguien con esa sonrisa. Nos presentamos. Alejandro me acompañó, pero no le dejé llegar hasta mi puerta.
Al día siguiente, apareció en el McDonalds. Dijo que fue casualidad, pero yo sabía que no. Empezamos a vernos.
Alejandro admitió que estaba divorciado, que tenía una niña a la que adoraba. Dejó el piso a su ex y vivía con un amigo. Se había casado por error.
No éramos compatibles. A veces pasábamos días sin hablar.
Hablaba mucho de su hija, y pensé que quizá podía confiar en alguien que amaba a los niños. Un mes después, me propuso vivir juntos.
Vamos a un piso mejor, más céntrico. Juntos es más fácil.
Acepté. Flotaba de felicidad. Tendría una familia normal. Nos mudamos a un apartamento amplio, celebrando el inicio de nuestra vida juntos. No soñaba con bodas, pero él hablaba de tener dos hijos: un niño y una niña. Y yo le creí.
Alejandro pagó dos meses de alquiler por adelantado. Al tercero, con voz culpable…
Miré por última vez ese piso donde creí encontrar felicidad, cerré la puerta con determinación y susurré una promesa a mi hijo, que esperaba en la incubadora: «Vamos a estar bien, cariño. Lejos de todo esto.»







