“—¿Por qué no me llamasteis?” — La suegra se ofende y yo me debato entre la culpa y la irritación.
Hace poco, mi marido y yo fuimos al pueblo para el cumpleaños de mi tía — una reunión cálida, con barbacoa, charlas familiares, como siempre. Volvimos de buen humor, pero al día siguiente recibí una llamada que me hizo encogerse el corazón.
—¿Y por qué no me invitasteis? —preguntó mi suegra con tono dolido.
Y no era la primera vez. Siempre espera una invitación para cualquier evento relacionado con mi familia. Le importa dónde estuvimos, quiénes estuvieron, y por qué ella no estuvo. Aunque, en realidad, ¿qué tiene que ver ella?
—¡Somos familia! —reprocha—. Si os invitaron a ti y a mi hijo, podríais haberme llamado también.
Estoy harta de inventar excusas. Pero tampoco puedo ocultar nuestras salidas —ella es “avanzada”: está metida en redes sociales, sigue las cuentas de todos los parientes, revisa fotos y stories. Nadie quiere negarle el acceso, qué incomodidad —así que se entera de todo. Y, en cuanto ve que estuvimos en algún sitio sin ella, comienza el drama.
Llevamos cuatro años casados, vivimos en un piso que me regalaron mis parientes. Un apartamento pequeño, pero nuestro. Ahora estamos ahorrando para algo más amplio. Tengo una familia grande: tres hermanas, montones de primos. Somos unidos, siempre en contacto. Nos juntamos constantemente —en la casa de campo de alguno, en la ciudad, a veces en algún bar. Mi marido y mi hermano se tratan de tú, van juntos de pesca, celebran juntos. En mi familia lo recibieron con alegría.
Pero en su caso… todo lo contrario. No tiene padre, ni abuelos. Solo a su madre, y, siendo sincera, no es la mujer más agradable. Cuando viene de visita, se queda callada, con cara de que todo le repugna. Le molesta la música, las risas de los niños, cualquier conversación. Cada vez soy como una guía turística, explicándole quién es quién entre los invitados, y siempre siento cómo arruga la nariz con desdén: “¿Y esa por qué lleva ese vestido?”, “¿Y este por qué habla tan alto?”.
Claro, no lo dice en voz alta, pero después me suelta todo lo que piensa.
—¿A ti no te molesta esto? —me preguntó una amiga cuando se lo conté.
—Muchísimo —le respondí—. Pero, ¿qué voy a hacer? Es su madre. Y digamos que evita ser grosera, pero su actitud… es como si anunciara: “Aquí soy una extraña, y no me caéis bien”.
Mis parientes ya lo notaron. Por eso casi nunca la invitan. No porque quieran ofenderla, sino porque ella misma se aleja. Pero no lo entiende. Cuando se entera de alguna celebración, enseguida pregunta:
—¿Qué vais a hacer este fin de semana? ¿Ah, el cumpleaños de tu hermana? ¿Dónde lo celebraréis? ¿En un restaurante o en casa? Ya veo. Vosotros os divertiréis, y yo sola en casa…
Y otra vez me siento culpable, como si estuviera obligada a llevarla. Aunque sé que nadie la invitó, y nadie quiere incomodidades en la mesa. Una vez incluso vino a nuestra casa mientras estábamos con mis parientes. Luego llamó indignada, preguntando por qué no la llevamos. Ella no tenía ni con quién hablar.
Intenté explicarle a mi marido que esto no es normal. Que su madre traspasa límites. Pero él solo levanta las manos:
—Bueno, ya sabes cómo es. Está sola. Lo pasa mal.
Pero eso no es excusa para meterse en nuestras vidas. ¡Que busque amigas, algún hobby, que se ocupe en algo! En vez de eso, solo apela a la lástima. Repite que no tiene amigos, que hasta las vecinas la evitan.
Hubo un episodio que todavía me da escalofríos. Acabábamos de casarnos, mi hermana estaba en el noveno mes de embarazo. Y ahí, en la mesa familiar, mi suegra empezó a contar historias — cada una más macabra que la anterior. De hospitales, de muertes de bebés, de horrores en los partos. Mi hermana se echó a llorar y se fue. Yo estaba en shock: ¿para qué decir eso? ¡Sabía en qué situación estaba mi hermana! Pero para ella, los sentimientos de los demás no cuentan.
Ahora mi suegra vuelve a preguntar dónde pasaremos Nochevieja, dónde estarán todos mis parientes. Y ya ni siquiera quiero responder. Porque sé que será lo mismo: resentimientos, reproches, manipulación.
A veces me dan ganas de decirle en la cara: “No tiene por qué ser parte de todo en mi vida. Si no quiere sentirse de más, que no obligue a los demás a sentirse culpables”. Pero me contengo. Por mi marido. Por la paz en casa.
Aunque, si soy sincera… ¿hasta cuándo podré aguantar esto?