Por qué no estoy obligada a cuidar de mi suegra en su vejez

—¡No pienso ayudar a mi suegra, ni lo sueñe! —exclama Lucía con amargura, su voz temblorosa por el peso de los resentimientos acumulados—. Esa mujer no tiene derecho alguno a esperar mi apoyo. En los diecisiete años de matrimonio con su hijo, nunca nos tendió la mano, ni con dinero ni con acciones. ¡Ni una sola palabra de cariño salió de su boca! Siempre repitió que no le debía nada a nadie. Ahora entiendo que tenía razón, pero yo tampoco le debo nada a ella.

Lucía relata su historia sentada en el salón de su humilde piso en un pueblo de Castilla. Tiene dos hijos adolescentes y una hipoteca que ella y su marido han pagado como si lucharan contra un enemigo implacable. Está segura: sin su madre, jamás habrían logrado soportar esa carga. Su madre no les dio dinero, pero se encargó de sus nietos. Los llevaba al colegio, los cuidaba cuando enfermaban, los recogía, ayudaba con los deberes, los llevaba al fútbol y les preparaba la cena. Gracias a eso, Lucía y su marido pudieron trabajar sin preocuparse por el día a día.

Todos esos años trabajaron sin descanso para pagar la hipoteca y dar un futuro a sus hijos. Lucía recuerda lo duro que fue compaginar trabajo y crianza, especialmente cuando los niños eran pequeños. “Sin mi madre —confiesa—, nuestra familia no habría salido adelante. Con dos niños, no habría podido trabajar como lo hice”.

¿Y su suegra? Todos esos años vivió solo para sí misma. A los nietos los veía apenas en bodas o bautizos, como mucho. Siempre tenía algo más importante: viajes con amigas, sus propios asuntos. Lucía, venciendo la vergüenza, le pidió ayuda en varias ocasiones. La respuesta era siempre la misma: “Yo crié a mi hijo sola, y tú también podrás. No cuentes conmigo”. Después de unos cuantos rechazos, dejó de insistir. ¿Para qué humillarse si ya sabía la respuesta?

—¡Mi madre prácticamente crió a mis hijos! —dice Lucía con ternura—. Le estaré eternamente agradecida. Si alguna vez necesita ayuda, mi marido y yo haremos todo lo posible por ella. Pero con mi suegra es distinto. Sí, es la madre de mi esposo, y quizá por moral debamos ayudarla. Pero no hay cariño, no hay vínculo. Ella misma eligió esta distancia.

Lucía guarda silencio, mirando por la ventana los primeros copos de nieve que caen. En sus ojos hay dolor, pero también firmeza. Se pregunta: ¿en qué está pensando esta mujer? ¿Cree que la vejez no llegará? ¿Que siempre será fuerte e independiente? Niega con la cabeza, como alejando esos pensamientos. “La vida es un boomerang —murmura—. Lo que siembras, cosechas. El amor, el respeto, la ayuda… todo eso se gana. Y ella ni lo intentó”.

Pero en el fondo, la duda la corroe. ¿Debería ser más grande que sus rencores? ¿Tendrá que cuidar de su suegra como si fuera su madre, a pesar de los años de indiferencia? La vejez no perdona, y quizá el deber hacia la familia de su marido la obligue a olvidar el pasado. ¿O acaso cada uno debe cargar con las consecuencias de sus actos? Lucía no tiene respuesta, y esa incertidumbre la desgarra.

¿Y tú qué opinas? ¿Debería Lucía, apretando los dientes, ayudar a su suegra a pesar de todo? ¿O es justo que cada uno reciba lo que sembró? La vida cobra sus deudas, pero ¿quién decide cómo pagarlas? Quizá no haya una respuesta correcta, pero algo es claro: los lazos familiares son una prueba que nos obliga a caminar entre el deber y la justicia.

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