¿Por qué me odias tanto si hago todo por ti?

**24 de mayo, 2024**

Hoy, por fin, le pregunté lo que llevaba años atragantándome: “¿Por qué me odias tanto?” No hubo respuesta, solo un silencio frío y esa mirada despreciativa que conozco demasiado bien. Mi vida en este pueblo de Castilla-La Mancha se ha convertido en una pesadilla sin fin.

Soy Carmen López, y desde que enviudé, mi suegra, Margarita Sánchez, ha hecho de los días bajo este techo un infierno. Esta mañana, mientras fregaba el suelo hasta dejarlo reluciente, Margarita, sentada en su sillón favorito, dejó caer migajas de mantecado sobre las baldosas recién limpiadas. Fue deliberado. Lo vi en sus ojos, en esa sonrisa de satisfacción mientras hojeaba su viejo ejemplar de *Hola*.

—¿Por qué haces esto? —le dije, conteniendo las lágrimas—. ¡Sabes que lo haces a propósito!

Ella ni siquiera alzó la vista.

—Pues lo vuelves a limpiar. No te vas a morir.

Agarré la escoba, los dientes apretados, y recogí su desorden. Pero el dolor no se iba. Salí al huerto, donde el aire fresco me calmaba un poco, pero sus palabras seguían quemándome por dentro.

Al final, no pude más. Me planté frente a ella y solté lo que llevaba años guardado:

—¿Por qué me odias tanto? ¿Qué he hecho para merecer esto? Cocino para ti, lavo tu ropa, te ayudo a vestirte… ¡Hasta mi hija, Lucía, te ayuda! ¿Por qué?

Ni un gesto. Solo ese desdén helado que me parte el alma.

Terminé de limpiar, las lágrimas mezclándose con el agua del fregado. Mi vida es un ciclo de humillaciones. Hace quince años, cuando mi marido, Javier, murió, Margarita me dijo:

—Te quedas aquí. No quiero que el pueblo hable de que te eché a la calle.

Acepté porque no tenía adónde ir. Mis padres ya cuidaban de mi hermana y sus hijos. Pensé que, con el tiempo, las cosas mejorarían. Pero no. En público, Margarita es la viuda amable; en casa, una tirana.

—Eres una inútil —me repite—. ¿Quién te va a querer, con una hija y sin un duro? Quédate aquí, haz lo que digo, y cuando yo muera, esta casa será tuya. Si no, se la dejaré a mis sobrinos.

Y así ha sido. Margarita tiene noventa y dos años y una salud de hierro. Su pensión se la gasta en quesos caros y jamón de Jabugo, mientras yo malvivo con lo justo.

Mi Lucía termina la carrera pronto. Se casa con un buen chico y se irá a vivir con él. Me alegro por ella, pero duele pensar en mi vida, gastada entre paredes que nunca fueron un hogar.

**Lección aprendida:** El miedo y la culpa son cadenas. Ojalá hubiera tenido el valor de romperlas antes.

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