Por qué mamá y papá no vivieron juntos, Vira nunca lo supo.

**Por qué mamá y papá no siguieron juntos, Vera nunca lo llegó a saber.**

Tenía tres años cuando sus padres se separaron. Mamá volvió con la pequeña Vera del pueblo a su ciudad natal.

—Lo has hecho todo en un abrir y cerrar de ojos —dijo la abuela Carmen sin poder contenerse al recibir a su hija y a su nieta en la puerta—. Estudiaste, te casaste, tuviste una hija y te divorciaste. Vosotras, los jóvenes, lo hacéis todo tan rápido…

Dicen que hay que juzgar a las personas por lo que hacen, no por lo que dicen.

La abuela Carmen era una buena abuela. Aunque refunfuñaba y rezongaba, la familia ya estaba acostumbrada.

¡Pero qué tortillas hacía! ¡Y las historias que sabía contar…!

A Vera le encantaba cuando era su abuela quien la acostaba. Se sentaba al borde de la cama, arreglaba la manta y empezaba a relatar, sin prisas, otro cuento maravilloso.

Claro, cualquier niño, además de cuentos, quiere cariño y mimos. Pero la abuela Carmen no era de “ñiñerías”. Dar un beso antes de dormir, un abrazo o decir “te quiero” no iba con ella.

La madre de Vera había heredado completamente esa forma de tratar a los suyos.

A veces, Vera se preguntaba: “¿No me abrazan porque no me quieren?”.

Pero un día, Vera se resfrió y pasó tres días sin mejorar. La ambulancia no llegaba, y la abuela Carmen no se separó de su nieta ni de día ni de noche. Su madre no estaba, había salido a algún sitio.

Si lo pensaba bien, Vera había pasado más tiempo con su abuela que con su madre.

—¿Cuándo volverá mamá? —preguntaba siempre a la abuela Carmen.

—Cuando arregle su vida, volverá —respondía la abuela.

Vera, pequeña, no entendía muy bien qué era “arreglar la vida”.

Pero no se atrevía a preguntar más.

Con el tiempo, los viajes de su madre se hicieron menos frecuentes hasta que cesaron del todo. Vera pensó: “Por fin lo ha arreglado. Ahora vivirá siempre con nosotras”.

Pero su madre estaba triste. Caminaba como ausente, como si ni siquiera viera a Vera, siempre perdida en sus pensamientos.

Luego, enfermó. Al principio, creyeron que no era nada grave, que pasaría.

Dejó de comer, buscaba cualquier excusa para acostarse, pero no dormía: solo yacía con los ojos cerrados.

—Hay que llevarla a la ciudad, que la vea un buen médico, que haga análisis —dijo una vecina, llamada por la abuela Carmen.

—No iré a ninguna parte —contestó su madre, que hasta entonces había guardado silencio.

Vera vio el esfuerzo que le costó pronunciar esas pocas palabras.

Una semana después, empeoró. Tuvieron que llevarla al hospital en ambulancia. Pero ya era tarde.

Vera no sabía que era la última vez que veía a su madre…

Y así, se quedó solo con la abuela Carmen.

Casi no recordaba esos días. Todo parecía una pesadilla. La abuela, llorando, envejeciendo de golpe… Las cosas de su madre, que Vera se llevaba a la cama. Se arropaba con su bata calentita, abrazaba sus guantes, que aún olían a su colonia.

—Ojalá me llevara Dios ya —suspiraba la abuela Carmen—. Qué desgracia… Y a ti, ¿quién te va a cuidar ahora?

Por primera vez, acarició a Vera con su mano arrugada y cansada. La niña no se movió, temiendo que su abuela retirara la mano.

Poco a poco, fueron recuperándose…

Vera iba a la escuela, después ayudaba en casa, hacía los deberes. Los días pasaban, todos iguales, como gotas de agua.

Solo más tarde comprendió lo feliz que había sido. La abuela Carmen se ocupó de ella, intentando suplir a madre y padre.

…Quince años no es la mejor edad para quedarse sola en este mundo. Pero el destino quiso otra cosa.

Un día, la abuela Carmen se durmió y no despertó. Se fue en silencio.

Vera ni siquiera pudo llorar en su funeral. Dentro de ella solo había vacío y desesperanza.

La llevaron a un orfanato.

A los pocos días, la llamó el director.

—Vera, hemos encontrado a tu padre. Vendrá a buscarte hoy. Ve a recoger tus cosas.

—Pero yo no lo conozco…

¿Irse con un desconocido? ¿Llamarle “papá”? No estaba preparada para eso.

—Ahora lo conocerás. Deberías alegrarte de que tu padre biológico haya aparecido. Y no te ha rechazado. Podría haber sido peor.

…—Hola —dijo el hombre alto, que también se sentía incómodo al ver a la hija que apenas recordaba de cuando era una niña.

Si es que la recordaba…

—Vamos —tomó la bolsa de Vera y se dirigió a la salida.

La niña se quedó inmóvil, sin poder moverse.

—No tengas miedo. Yo también estoy nervioso —dijo él con una sonrisa tímida y guiñándole un ojo.

“Vaya tío”, pensó Vera, siguiendo a ese padre al que no conocía.

En el camino a casa, guardaron silencio. No sabían de qué hablar.

En la puerta del piso, les recibió una mujer guapa, bien maquillada y vestida de forma elegante, nada casera. Llevaba un vestido bonito y muchas joyas.

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Por qué mamá y papá no vivieron juntos, Vira nunca lo supo.