En un pequeño pueblo al sur de Andalucía, donde las casas blancas guardan el calor de las historias familiares, mi vida quedó marcada por una traición que nunca pude perdonar. Yo, Lucía, crecí sin padre y a los ocho años perdí a mi madre, no físicamente, sino en el alma. Ella eligió a un nuevo marido, dejándome al cuidado de mis abuelos. Años después, la verdad sobre su decisión me rompió el corazón, y ahora ella exige volver a mi vida como si nada hubiera pasado.
Mi madre, Carmen, me tuvo cuando ya pasaba de los treinta. Creía que el amor y el matrimonio la habían olvidado, pero el destino quiso lo contrario. Cuando cumplí ocho, apareció en su vida un hombre, Javier. Era demasiado pequeña para entender, pero pronto se fue a vivir con él, dejándome con mis abuelos. Ellos se convirtieron en mis verdaderos padres, dándome cariño y seguridad. Mi madre vivía en el barrio de al lado, pero apenas venía: una llamada a la semana, alguna visita esporádica. Su frialdad me dolía, pero me acostumbré.
Siempre estaré agradecida a mis abuelos. No me abandonaron, me dieron un hogar, ternura y confianza. Mi abuelo trabajó hasta jubilarse, mi abuela cosía y tejía, creando prendas maravillosas. Llevaba sus vestidos y jerséis, sintiéndome especial. Ella solía decirme: “Te quedaste conmigo para que no vivieras con ese padrastro. Tiene mirada oscura, no es buena persona”. Le creía, pero la verdad que descubrí años después fue aún más dura.
Cuando tenía veintitantos, mi abuela me lo contó todo. Javier le dio un ultimátum a mi madre: él o yo. Carmen lo eligió a él. Pensó que, a su edad, era su última oportunidad de ser feliz y esperaba que Javier acabaría aceptándome. Pero nunca cambió. Mi madre me sacrificó por un hombre que no quería compartirla con nadie. Aquella verdad fue como un cuchillo en el pecho. No entendía cómo una madre podía dejar a su hija por alguien ajeno.
Pasaron los años. Mi madre siguió con Javier, sin tener hijos. Yo me quedé con mis abuelos y fui feliz. Su amor sanó mis heridas, y hasta me alegré de cómo terminó todo. Pero la vida puso otra prueba. Mis abuelos murieron, dejándome su piso de dos habitaciones. Viví allí desde los ocho años, era mi hogar. A mi madre no le dejaron nada; quizás nunca perdonaron su traición.
Hace poco, mi madre se encontró en un lugar desesperado. Javier falleció, pero no le dejó su casa. Sus hijos de un matrimonio anterior, con los que apenas hablaba, heredaron la propiedad. Uno de ellos llamó a Carmen para decirle que la vendían. Se quedó sin techo. ¿Y sabéis a quién recurrió? A mí. Dijo que quería mudarse a mi piso porque “tenía espacio de sobra”.
Me quedé helada. Mi vida empezaba a encarrilarse. Estoy con un hombre, Álvaro, y planeamos vivir juntos. No quiero acoger a la mujer que me abandonó. No me dio nada más que dolor y rechazo. No me siento obligada. Pero sus amigas empezaron a llamarme, acusándome de no tener corazón. “¿Cómo puedes dejar a tu madre en la calle?”, gritaban. “¡No tienes conciencia!”. Sus palabras me pesaban, pero no podía olvidar lo que ella hizo.
Me desgarro. A veces pienso en mi abuela: ¿qué haría ella? Fue mi faro, me enseñó bondad, pero no toleraba injusticias. ¿Debería darle una oportunidad? Pero cada vez que recuerdo su elección, siento rabia. Eligió a un extraño antes que a su hija, y ahora, sin opciones, se acuerda de mí. Es injusto.
Mi alma grita de dolor. Quiero vivir, amar, ser feliz, pero el pasado no me suelta. ¿Debo sentirme culpable por proteger mi paz? ¿O debo perdonar para liberarme de este peso? Estoy en una encrucijada, y cada camino parece insoportable. La madre que me abandonó ahora pide ayuda, pero su traición sigue ardiendo como una herida abierta.