¿Por qué exiges que comparta la herencia?

La noche en nuestra acogedora casa en Valladolid transcurría en paz. Yo, Carmen, acababa de fregar los platos después de la cena, mi marido Javier jugaba al ajedrez con nuestro hijo Pablo, y la pequeña Lucía arropaba a sus muñecas. De pronto, el timbre de la puerta rompió la calma, marcando el inicio de un drama familiar. Mi madre, Rosario Martín, irrumpió en nuestra vida con acusaciones que lo revolvieron todo. Sus palabras sobre conciencia y herencia aún resonaban en mis oídos, y la injusticia me desgarraba el corazón.

Javier y yo intercambiamos una mirada —no esperábamos visitas a esa hora.

—¿Serán los vecinos? —preguntó él, y se acercó a abrir.

Pero en el umbral estaba mi madre, con el rostro tenso.

—¿Mamá? —pregunté, sorprendida—. ¿Qué pasa?

—¡Pasa, y mucho! —cortó ella, dirigiéndose directa a la cocina—. Creí que lo entenderías sola, pero veo que no.

—¿De qué hablas? —pregunté, confundida, sintiendo cómo crecía la inquietud dentro de mí.

—¿Dónde tienes la conciencia? —saltó ella de repente—. ¿No piensas compartir?

—¿Compartir? ¿El qué? ¡Mamá, explícate! —La miré sin comprender.

Javier, al ver que la conversación se ponía difícil, volvió en silencio con Pablo, dejándonos solas.

—¿Quieres un té? —ofrecí, intentando calmar los ánimos.

—Agua, dame agua —refunfuñó ella, y su tono tajante dejó claro que no sería una charla amable.

—¿De verdad no te remuerde? —repitió, entrecerrando los ojos—. ¿Cuándo vas a repartir?

—Mamá, no entiendo. ¡Habla claro! —empecé a perder la paciencia.

—¡Recibiste la herencia de la tía Margarita y ni siquiera lo mencionaste! ¿Quieres quedarte con todo? —soltó al fin.

Me quedé helada. Nueve meses atrás, mi tía Margarita, hermana de mi madre, me había dejado en herencia un piso, una casa en el campo y sus ahorros. Fue su decisión, y yo la respeté, pues fui quien la cuidó en sus últimos años.

—¿Por qué tendría que repartirlo, si ella quiso que fuera para mí? —repliqué.

—¡Vaya cara! —se indignó—. ¡El piso, la casa, el dinero… todo para ti! ¡Y yo soy su hermana, su heredera legítima! Sí, discutíamos, pero eso no significa que te lo quedes tú sola. ¿Y tu hermana Marina? ¿Por qué ella no recibe nada?

—Mamá, por ley solo podrías reclamar si estuvieras jubilada o dependieras de la tía. Pero aún trabajas. Y Marina no tiene ningún derecho —expliqué con calma.

—¿Así que te lo quedas todo? —su voz temblaba de rabia.

—¿Y por qué no? Cuando Marina ganó cien mil euros en la lotería hace tres años, no repartió ni un céntimo —recordé.

—¡No es lo mismo! ¡Cien mil euros y tu herencia no se comparan! —espetó. Se levantó de un salto y, sin despedirse, cerró la puerta de golpe.

Me quedé en la cocina, aturdida. Marina y yo siempre fuimos diferentes. Yo, cinco años mayor, estudié Medicina y trabajo como pediatra en una clínica privada. Ella se casó al salir del instituto, tuvo dos hijos, Hugo y Adrián, y nunca trabajó. Javier y yo nos instalamos en una casa que él construyó con ayuda de sus padres. Cuando nacieron Pablo y Lucía, mi suegra, Carmen López, se encargó de los niños para que yo terminara la carrera. Sin ella, no habríamos podido.

Mi madre siempre pensó que a mí todo me venía fácil, mientras que Marina tenía mala suerte. Ella vive en casa de mis padres, y toda su ayuda va para ella. La herencia de la tía Margarita se convirtió en una espina para mi madre. Creía firmemente que debía repartirla con Marina y no dejaba de insistir.

—Carmen, darle la mitad a tu hermana sería lo justo y noble —repetía una y otra vez.

—Vale, mamá. ¿Y vuestra casa, donde vivís con papá y Marina? ¿Para quién será? —pregunté.

—Eso es de Marina, ni lo pienses —cortó ella.

—¿Por qué no a medias? —me indigné.

—¡Porque tú ya tienes casa! —contestó.

—¡No es mía, es de Javier! ¿Y qué me tocará a mí? —intenté hacerla entrar en razón.

—¿Qué más quieres? Casa, hijos, tu suegra que os ayuda… ¿No es suficiente? —sus palabras me atravesaron.

—¡Nada de eso es mérito vuestro! La casa es de Javier, los niños los cuida tu suegra. ¿Y vosotros? ¿Alguna vez os habéis ocupado de Pablo o Lucía? ¡Hasta mi suegra dejó su trabajo por nosotros! —no pude contener la emoción.

—Tu padre y yo os criamos —replicó.

—A Marina también, y aún la mantenéis. Y ahora queréis quitarme lo que me corresponde por derecho. ¿Cuántas veces visitó Marina a la tía Margarita cuando estuvo enferma? ¿Quién la llevaba al médico? ¡Yo, no ella! —mi voz temblaba.

—¿Y qué piensas hacer? —preguntó.

—Javier y mi suegro arreglan la casa del campo. En verano, Carmen López se irá allí con los niños, y nosotros los fines de semana. Del piso aún no hemos decidido —respondí.

—¡Pues que Marina y su familia se muden ahí! Pagarán los gastos —propuso.

—No. Si lo alquilo, no será a ella. Podrían pedir una hipoteca si quieren independizarse —repliqué.

—¿Y con qué la pagarían? —preguntó, escéptica.

—Marina podría trabajar, sus hijos ya son mayores —dije.

—¿Dónde va a trabajar? No tiene formación —contestó.

—¿Y qué, ¿va a estar en casa hasta la jubilación? —pregunté.

—No todos tienen tu suerte, con estudios y trabajo —respondió con una sonrisa amarga.

—¿Suerte? ¡Me maté a estudiar! ¿Y Marina? Le propuse formarse, pero solo quería casarse. Tú la apoyaste. ¿Y ahora te quejas? Aún puede estudiar, aunque sea un curso —dije.

—¿Qué curso? ¡Espera su tercer hijo! —soltó—. ¡Tienes que ayudar a tu hermana!

—Mamá, si no hay sentido común, ya no se puede añadir. Mejor lo dejamos —corté.

Me quedé en silencio, sintiendo cómo el dolor y la rabia me oprimían el pecho. ¿Por qué debería renunciar a lo que conseguí con esfuerzo y cuidado? Mi familia, mi hogar, mi vida… todo es fruto del trabajo de Javier y mío. Y mi madre exige que sacrifique todo por Marina, que ni siquiera intenta cambiar. Esta discusión dejó una herida profunda en mi alma, y no sé cómo sanarla.

**Moraleja:** A veces, la familia exige sacrificios que no merecen nuestro esfuerzo. Defender lo que es justo, aunque duela, es la única forma de mantener la paz interior.

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MagistrUm
¿Por qué exiges que comparta la herencia?